MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Es un concepto relativo, pero reina en los imaginarios. Queremos despojarnos de artificialidades y dotarnos de una personalidad única

Ni listo ni preparado ni creativo: hoy en día cualquier personaje público tiene que demostrar ante todo que es natural, nada artificioso, tal cual. Es el punto de partida. Lo demás no sobra, aunque la inteligencia o la cultura están de capa caída, pero lo importante es la autenticidad.

El anhelo por lo auténtico está en auge. El turista aspira a que el castillo medieval transmita la verdad. Y a que los guardias suizos resulten genuinos, lo mismo que los luchadores de sumo o los bailaores flamencos.

Como en general la experiencia respecto a palacios renacentistas, molinos holandeses o dólmenes neolíticos resulta limitada, la autenticidad se convierte en un artículo de fe, a veces sugestión del guía. Lo mismo pasa con los personajes estereotipados: nuestro conocimiento de pescadores griegos, vendedores turcos y pescadores de perlas es cinematográfico o televisivo, por lo que la autenticidad no se deriva de lo auténtico. Queda asociada a la elaboración mediática.

Aun así, reivindicamos lo auténtico, ese concepto que nació con la Ilustración y cree en una forma de ser natural, oculta por los engaños de la civilización. Lo mejor es lo auténtico. No impide esto que en el retorno ruralista al campo estorben los cacareos de los gallos, tan madrugadores, y los olores de los cerdos. En ese camino de perfección en que consiste nuestra vida colectiva estamos a la búsqueda de la autenticidad.

Resulta fundamental también en el terreno de las imágenes sociales. Quizás no sepamos definirlos, pero compartimos estereotipos: hablamos de que este es muy vasco, o más vasco, lo que implica la existencia imaginaria de un protovasco auténtico, la verdadera forma de ser. Para qué engañarnos: ese vasco-vasco imaginario vota al PNV, es del Athletic o la Real, furibundo de lo nuestro, toma vinos con la cuadrilla y en su vida (asexuada) el colectivo juega una parte sustancial.

El ejemplo muestra las dificultades de moverse en la autenticidad, que es definición de parte. Vista desde aquí, la autenticidad del catalán se relaciona hoy con el gusto de vestirse de estelada, despotricar contra España y prorrumpir a la menor en gritos de ‘independencia’, mirando agresivamente al que le lleve la contraria, pero en tiempos era el ‘seny’, el gusto por la componenda y remolonear al pagar. Además, la imagen del catalán fanatizado, sin sentido del ridículo al exhibir identidades, no será la del catalán en la que creen los concernidos. Lo mismo que en tiempos la autenticidad vasca se identificaba con la agresividad violenta, el racismo y la intolerancia. Cuestión de perspectivas.

La autenticidad será un concepto relativo, pero reina en los imaginarios. Queremos ser auténticos, despojados de artificialidades y dotados de una personalidad única: es lo que venden las redes sociales. Si quieres llegar a ‘influencer’ -objetivo principal en las nuevas generaciones- no resultan imprescindibles grandes estudios, aunque sí dar con la tecla. Pues bien: la autenticidad constituye en eso un valor prioritario, sin el cual no hay ‘influencer’ que valga, aunque cabe la posibilidad de ser auténticamente artificial y que la sofisticación te salga de dentro.

Además, caminamos hacia la producción industrial de la autenticidad.

El concepto cumple un papel público trascendental. Los políticos luchan, antes que nada, por demostrar que son auténticos. Es decir, con capacidad de mostrarse tal como son, naturales, espontáneos, familiares, quizás algo rústicos, con gusto por subir al monte, apasionados por su equipo de fútbol, aficionados al mar, a la música o lo que sea, al tiempo que avezados intelectuales: el auténtico mirlo blanco.

Por eso, los gabinetes que cuidan a nuestros mandos se las ven y se las desean. Por alguna rara razón, los líderes que nos han caído en suerte están reñidos con la autenticidad, los Aznar, Zapatero, Rajoy, Iglesias, Sánchez, Casado et alia. Tendrán grandes méritos (o no) pero emanan un aire artificioso, a veces empalagoso, como vendedores de seguros formados por correspondencia o simplemente robóticos. Con esas joyas los publicistas tienen que dar imágenes de autenticidad. Son unos titanes (los publicistas), si bien no les queda más remedio que hacerles repetir frases hechas, lugares comunes y mostrarlos en situaciones cotidianas, pese a que les cuesta. Cuando el presidente, tan envarado, sale junto a damnificados, intentando mostrar interés, te das cuenta de los límites de la ciencia publicitaria.

El temor de sus propagandistas será que los líderes se muestren como son, algunos más sosos que una calabaza y con tendencia a poner el cerebro en blanco. La fabricación de la autenticidad es, hoy por hoy, el arte de la política. En eso lleva mucho ganado el secretario general del PP, campeón del mundo en lanzamiento de huesos de aceituna.