La Doctrina Trump y el regreso a una política exterior hobbesiana

EL CONFIDENCIAL 06/06/17
FAREED ZAKARIA

· Desde 1945, EEUU ha liderado un sistema internacional en el que las naciones libres resuelven sus conflictos mediante diálogo y negociaciones. El nuevo presidente quiere acabar con eso

Finalmente tenemos ya una Doctrina Trump, y es, al menos en su concepción y su ejecución inicial, el alejamiento más radical de la política exterior bipartidista de EEUU desde 1945. En un artículo de opinión para el Wall Street Journal, el director del Consejo Económico Nacional Gary Cohn y el asesor de seguridad nacional H.R. McMaster dicen que el presidente Trump tiene una “visión clara de que el mundo no es una ‘comunidad global’ sino un ring donde las naciones, los actores no gubernamentales y los negocios interactúan y compiten en busca de ventaja”. Estos altos cargos añaden: “En lugar de negar esta naturaleza elemental de las relaciones internacionales, la adoptamos”. Esta adopción ha conducido a Estados Unidos a retirarse del Acuerdo de París sobre el cambio climático, firmado por otras 194 partes.

El aspecto “elemental” de las relaciones internacionales ha existido durante milenios. La historia de la raza humana es competición y conflicto. La política exterior estadounidense ha reflejado ampliamente este aspecto. EEUU tiene el aparato militar y de inteligencia más grande del mundo, tropas y bases en decenas de países en todo el mundo, e intervenciones militares en marcha en varios continentes. Esta no es la imagen de una nación ajena a la competición política y militar.

Pero en 1945, el mundo cambió. Tras dos de las guerras más mortales de la historia de la humanidad, con decenas de millones de muertos y gran parte de Europa y Asia físicamente devastadas, EEUU intentó construir un nuevo sistema internacional. Creó instituciones, reglas y normas que animarían a los países a resolver sus diferencias de forma pacífica, mediante negociaciones en lugar de guerras. Esto forjó un sistema en el que el comercio y los intercambios expandirían la economía mundial para que una marea alta levantase todos los barcos. Puso en marcha mecanismos para gestionar los problemas globales que un solo país no podía resolver. Y enfatizó los derechos humanos básicos para que hubiese prohibiciones morales y legales más fuertes contra las políticas deshumanizadoras como las que condujeron al Holocausto.

No funcionaron de forma perfecta. La Unión Soviética y sus aliados rechazaron muchas de estas ideas desde el principio. Muchas naciones en desarrollo adoptaron solo algunas partes del sistema. Pero Europa Occidental, Canadá y Estados Unidos, de hecho, se convirtieron en una asombrosa zona de paz y de cooperación económica, política y militar. Ciertamente hubo competición entre naciones, pero fue gestionada de forma pacífica y siempre con el objetivo de un mayor crecimiento, mayor libertad y mejoras en los derechos humanos. El “Occidente” que emergió es, en términos históricos, un milagro. Europa, que se había destrozado a sí misma internamente durante cientos de años debido a la “naturaleza elemental” de la competición internacional, competía ahora solamente para crear mejores empleos y mayor crecimiento, no para anexionar países y subyugar poblaciones.

Esta zona de paz creció con los años, primero incluyendo a Japón y Corea del Sur, y después a un puñado de países en Lationamérica. Siempre compitió y estuvo en conflicto con el bloque soviético, de formas geopolíticas tradicionales. Y de repente en 1991, la URSS colapsó y amplias partes del mundo se volvieron hacia este orden internacional abierto.

En el corazón de ese sistema estaba Estados Unidos, que había intentado crear un proyecto así tras la Primera Guerra Mundial pero había fracasado. El presidente Franklin D. Roosevelt, habiendo aprendido de esos errores, lanzó un nuevo conjunto de ideas cuando la Segunda Guerra Mundial se aproximaba a su fin. Esta vez funcionó.

Desde entonces, todos los presidentes de cualquier partido han reconocido que EEUU ha creado algo único que supone una ruptura con siglos de conflicto internacional “elemental”. En las últimas dos décadas y media, ha intentado ayudar a incorporar a cientos de millones de personas, de México a Ucrania, que quieren ser parte de este orden internacional liberal (en la práctica, libre).

Desde el principio de su carrera política, Trump se ha mostrado escasamente consciente de esta historia e ignorante de estos logros. Se ha comportado repetidamente de forma despreciativa con los aliados morales, políticos y económicos más estrechos de EEUU. Habla de forma admirativa de autócratas como el ruso Vladimir Putin, el chino Xi Jinping, el egipcio Abdel Fatah Al Sisi y el filipino Rodrigo Duterte pero de modo crítico sobre casi todos los líderes democráticos de Europa.

Las consecuencias de la postura de Trump y sus acciones son difíciles de prever. Podrían acabar provocando una lenta erosión del orden internacional liberal. Eso podría significar el auge de otro nuevo orden no tan liberal, liderado por China e India, ambos países mercantilistas y nacionalistas.

Pero también podrían desembocar, a largo plazo, en el reforzamiento de este orden, tal vez debido al resurgir de Europa. Trump ha unido a los países del continente de un modo que ni siquiera Putin pudo. La Canciller alemana Angela Merkel ha dicho que Europa debe valerse por sí misma, y, como para subrayar ese hecho, esa misma semana dio la bienvenida al primer ministro de la India y al ‘premier’ de China. El presidente francés Emmanuel Vacron hizo valer los intereses y valores occidentales a la cara de Putin, tal y como habría hecho un presidente estadounidense en el pasado.

Trump tal vez no provoque el fin del mundo occidental, pero puede poner fin al papel central de Estados Unidos en él.