Carlos Sánchez-El Confidencial
- Vox centra el debate político. Vox está en todos los sitios. Una especie de mano invisible mueve los hilos. Pero detrás están PP y PSOE, que con su frentismo alientan su crecimiento
Lo mismo que hay un tiempo para hablar, hay un tiempo para callar, y es probable que de tanto hablar de Vox, el país esté perdiendo un tiempo muy valioso.
Vox es la negación de la política, y, de hecho, muchos de quienes votan al partido de Abascal no lo hacen por su programa, por sus aportaciones a la ciencia económica o por su capacidad para dar soluciones a problemas concretos en el ámbito de la ciencia, de la cultura o de las relaciones internacionales, lo hacen, simplemente, porque es lo que más duele para acabar con lo que consideran una afrenta a España. Ya sean Pedro Sánchez, el mundo de Unidas Podemos o los independentistas, cuya capacidad de hacer daño, en su opinión, es infinita. Todo ello, aderezado con una dosis de populismo copiado de Steve Bannon o de Dominic Cummings, en esto no han sido muy originales, ha dado como resultado un partido que es hijo de su tiempo; hijo de las incertidumbres que han surgido en las últimas décadas en las sociedades industriales avanzadas por la quiebra de algunos consensos básicos.
Vox, de hecho, no se entendería sin el ‘procés’ catalán, sin los efectos dañinos de la globalización sobre amplios sectores de la población o sin tener en cuenta el auge del populismo, que ha creado una realidad virtual —a través de las redes sociales— construida a base de mentiras y cultivando un catastrofismo de cartón-piedra. España está quebrada, España se rompe, los políticos (salvo los nuestros) son unos corruptos, la cultura cristiana está en peligro y el mundo está gobernando desde las sombras por fuerzas poderosas que nos dominan. Léase, Soros, Bill Gates o los mandamases que se reúnen una vez al año en la montaña mágica de Davos. La conspiración judeo-masónica-comunista-internacional de toda la vida que todas las mañanas se puede escuchar en su radio favorita.
El debate político
No le ha ido mal esa estrategia, al contrario. Desde la nada intelectual e ideológica y el más puro pensamiento pedestre —su ideario político es un simple batiburrillo de tópicos y teorías de la conspiración— ha logrado canalizar el debate político y situarlo en el terreno que más le favorece. Hasta el punto de que en los últimos procesos electorales, Madrid, Castilla y León y ahora Andalucía, no se debate sobre cómo solucionar los problemas de desempleo, de la sanidad pública o del sistema educativo, sino si el partido de Santiago Abascal apoyará al Partido Popular en caso de que no pueda gobernar en solitario. Dentro de algo más de un año, si el presidente del Gobierno no disuelve antes, se volverá a hablar de lo mismo, de la política de pactos del PP. E, inmediatamente antes, en las municipales y autonómicas de mayo de 2023, Vox volverá a estar en el centro del tablero.
En la política española todo gira en torno a Vox. Y hasta el PSOE, torpemente, como reflejaba este sábado José Antonio Zazalejos, ha caído en la trampa, esgrimiendo el miedo a Vox como una parte de su discurso de campaña, desconociendo que hablar de ultraderecha o fascismo ya no asusta a nadie. Es lo que tiene cuando se manosean y hasta banalizan conceptos políticos que antes hubieran puesto a la sociedad en guardia.
Vox, desde la nada intelectual e ideológica y su pensamiento pedestre, ha logrado canalizar el debate político hasta convertirse en el centro
Se trata, sin duda, de un enorme éxito político de la dirección de Vox. Un partido con pocos mandos intermedios, con una estructura precaria para llegar al conjunto del territorio nacional y que carece de un programa político alternativo y coherente, pero que ha logrado canalizar el descontento y la frustración hasta convertirse en el tercer partido de España.
Sin duda, porque ha sabido identificar mejor que sus adversarios algunos de los problemas que preocupan a los ciudadanos y que ni el Partido Popular ni el PSOE supieron ver. Vox ni siquiera necesita que sus candidatos sean conocidos por la opinión pública para acudir a unas elecciones —no es el caso de Olona—. Podría presentar un holograma y seguiría recibiendo miles y miles de votos simplemente porque es el voto del no. En buena medida, tampoco hay que olvidarlo, por los errores de Rajoy, que subestimó a Vox, a la hora de mantener unido el espacio de centroderecha.
Cabe recordar que cuando mejor le fue a Podemos fue, precisamente, cuando en sus orígenes surgió como un partido capaz de identificar con acierto algunos problemas que los grandes partidos habían despreciado, por lo que muchos lo llegaron a considerar una alternativa al bipartidismo. En 2016 llegó a quedarse a menos de 400.000 votos del PSOE y obtuvo 71 diputados. Su integración en el sistema político convirtiéndose en un partido tan convencional como el resto, además de otros errores propios y el hiperliderazgo de Iglesias, le ha llevado al punto de partida: el viejo PCE de Carrillo o Anguita. Hoy es un pollo sin cabeza que busca un lugar al sol. Si Yolanda Díaz fracasa, vendrá otro dirigente, y otro, y otro… Y si fracasa, otro partido, y otro, y otro…
No es el caso de Vox, que vive su momento más dulce. Lo que parecía un movimiento fugaz vinculado fundamentalmente a las tensiones territoriales de España y al desgaste del PP, se ha consolidado como fuerza política y ya no es una simple escisión del Partido Popular, por lo mal que gestionó Rajoy el desafío independentista, sino algo mucho más sólido. El reencuentro del centroderecha tendrá que esperar. La España de la segunda década de este siglo no es la de los primeros 90, cuando Aznar logró unificar el centroderecha.
Política de bloques
Vox pudo serlo, pero ya no es un paréntesis en la reciente historia de la derecha en España, como pudieron ser los partidos conservadores que nacieron en la Transición para acudir a las primeras elecciones democráticas o inmediatamente después, como fue el CDS de Suárez, sino que ha venido para quedarse. Mala noticia para el PP por razones electorales, pero también para la política española porque su irrupción ha recuperado una política de bloques que dice muy poco en favor del entendimiento político.
Lo que parecía un movimiento fugaz vinculado a las tensiones territoriales y al desgaste del PP se ha consolidado como tercera fuerza política
Ese fue también el error de Podemos, instalándose en el frentismo y olvidando que nació para ser un partido transversal, que es lo que ahora pretende recuperar la ministra de Trabajo, cuyo pecado original está en que también ella colaboró en esa estrategia fallida cuando era una política menos conocida.
El propio Moreno Bonilla lo reconoce cuando avanza que si no logra una mayoría suficiente para gobernar convocará nuevas elecciones, lo cual, además de ser un insulto a los electores (se les viene a decir que su voto el próximo 19-J a lo mejor no vale nada y tienen que volver a las urnas) da por hecho que en España solo se gobierna sin soluciones intermedias. Es decir, desde la izquierda o desde la derecha, lo cual supone un frentismo más propio de la primera mitad del siglo XX que del siglo XXI.
Ese escenario, evidentemente, es el que más le conviene a Vox, que de esta manera se convierte en un partido imprescindible y se sitúa en el centro del debate político. Por un lado, porque sus votos valen oro, ya que tienen capacidad para inclinar la balanza hacia un lado o hacia otro, pero también porque la política de confrontación es el campo de juego más útil para sus intereses.
El populismo se basa, precisamente, en una cultura política binaria donde se afirma por oposición. Lo concreto, como sostenía Sartre, es una totalidad capaz de existir por sí sola que confronta con otra realidad. El rojo o el azul existen porque existen otros colores. Su fortaleza, a partir de este planteamiento simplista, casi ontológico, no depende de la capacidad de ofrecer propuestas o soluciones propias a cuestiones como el nuevo orden internacional, la crisis del capitalismo global o el impacto del avance tecnológico sobre el empleo, sino que, por el contrario, Vox se presenta como una especie de línea Maginot contra el enemigo. Es decir, el refugio de los valores patrios que hoy sus dirigentes consideran amenazados.
Para Vox es irrelevante una cartera u otra, la de festejos o la de Hacienda. La máscara encubre, mientras que el rostro revela
Su nueva estrategia de entrar en los gobiernos, algo a lo que renunciaba no hace mucho tiempo, responde, de hecho, a un planteamiento electoral más que a un compromiso con el valor de la política concreta, la que resuelve los problemas cotidianos, pero que necesariamente es compleja porque no puede dejar de serlo en un mundo enmarañado.
Esto hace que para Vox sea irrelevante una cartera u otra, la de festejos o la de Hacienda. La máscara, ya se sabe, encubre, mientras que el rostro revela, y de ahí que se opte por la primera opción en el teatro de la política. Permanecer detrás, entre bambalinas, es mejor que estar delante cuando no se tiene nada que decir.
Lo importante es el ser, que es lo que justifica su existencia, que es el reino del ensimismamiento, aunque detrás haya la nada. La nada de la filosofía sartriana. Precisamente, porque el partido de Abascal sabe mejor que nadie que su capacidad para transformar la realidad es cero. Vox, de hecho, no es más que una expresión simbólica, y de ahí que busque seguir siendo el centro de la política desde cualquier púlpito. Ya sea desde una consejería de rango menor, desde el victimismo, presentándose como los ‘outsider‘ del sistema, o desde la última polémica en aras de favorecer un poco más el descrédito de la política. Obviamente, porque si hiciera lo contrario, gobernar y mancharse las manos de política, se vería que el rey está desnudo. Nada por aquí, nada por allá, como dicen los magos. O el arte del birlibirloque, como se prefiera.
Sus mejores aliados son el PP y el PSOE y no necesitan mucho más. Es cuestión de tiempo. Lo esencial, que es la principal característica del ente filosófico, es lo de menos. Lo suyo es la entelequia. La nada, a los cien años de Carmen Laforet, ha entrado en el ser.