Ignacio Varela-El Confidencial

  • Todo el borrador del currículo escolar perpetrado por el ministerio viene infectado de virus conceptuales tan estrambóticos como este de ‘las matemáticas de género’ 

“La adquisición de destrezas emocionales dentro del aprendizaje de las matemáticas fomenta el bienestar del alumnado y el interés por la disciplina y la motivación por las matemáticas desde una perspectiva de género, a la vez que desarrolla la resiliencia y una actitud proactiva ante nuevos retos matemáticos, al entender el error como una oportunidad de aprendizaje y la variedad de emociones como una ocasión para crecer de manera personal”.

Este texto no es una pieza satírica del Club de la Comedia (por la impostación del absurdo, encajaría también en una función de Les Luthiers). Tampoco es una creación ‘fake’ de alguna factoría de Vox en las redes, cachondeándose del proguerío. Por desgracia, todo indica que se trata de un pasaje genuino, realmente redactado en un despacho oficial del Ministerio de Educación; y pretende anticipar cómo se propone nuestro Gobierno ultraprogresista (o progresista ultra, como prefieran) enfocar la enseñanza de las matemáticas a las criaturas de entre seis y 12 años que caigan en sus garras.

Al parecer, hay muchos más como este, quizás aún más hilarantes —o trágicos, según como se tomen—. De hecho, todo el borrador del currículo escolar perpetrado por el ministerio viene infectado de virus conceptuales tan estrambóticos como este de ‘las matemáticas de género’, transmitidos con el lenguaje pedregoso, estomagante, impenetrable e iniciático que caracteriza a la neoizquierda reaccionaria.

De todos los gobiernos de la democracia, este es el que ha producido mayor cantidad de ‘palabros’ y el que con más saña apuñala cada día la razón expositiva y la lengua castellana (y eso que el listón estaba alto). Cuando acabe esta pesadilla, alguien debería elaborar un diccionario del sanchismo-podemismo para orientar a los futuros historiadores en su trabajo hermenéutico. Solo con el glosario de los sermones presidenciales durante la pandemia, las insólitas construcciones sintácticas de la ministra de Hacienda en su función de portavoz, el metalenguaje de la doctrina trans llevado al BOE y el barroquismo antipedagógico de la ‘escuela Celaá’, daría para un par de volúmenes. Al menos Echenique es claro: si alguien no le gusta, lo llama fascista y a otra cosa.

Siendo grande el daño a la lógica y al idioma del párrafo transcrito, su víctima principal es la educación en general y las matemáticas en particular. Ante su lectura, un profesor normal de matemáticas temblará ante la misión gigantesca que se le asigna: nada menos que reinterpretar los números con perspectiva de género (digo yo que, visto así, el resultado de multiplicar cuatro unidades por otras cuatro no será necesariamente 16, dependerá de si son ellos, ellas o elles). El progenitor que busque colegio para su prole, si es rico, elegirá un centro extranjero donde enseñen lengua y matemáticas y no escoria ideológica, y si no lo es, tendrá que someterla a este experimento de ingeniería social y resignarse a criar doctrinarios de la nueva inquisición e ignorantes algebraicos.

Pocas cosas hay tan divisivas en España como la educación. Desde que el artículo 27 estuvo a punto de reventar el consenso constitucional, jamás nos hemos puesto de acuerdo sobre cómo formar a nuestros jóvenes. No solo se han sucedido efímeras leyes educativas, sino que todos los ministros del ramo han sentido la necesidad de asociar a ellas su nombre, buscando pasar a la posteridad. Todos ellos sin excepción vivieron para ver su obra legislativa arrumbada y sustituida por otra ley con nombre propio y sentido inverso; lo mismo le sucederá a Isabel Celaá. Habrá una ley educativa postsanchista, tan cismática como esta y como todas las anteriores, que durará poco y terminará en el basurero.

La discordia crónica sobre los instrumentos y sobre los contenidos no es la única causa del fracaso de nuestro sistema educativo, pero probablemente sea la principal. Ningún sistema educativo tiene probabilidad de funcionar si no está respaldado por un sólido consenso social y político y se le dota de condiciones objetivas que aseguren su perdurabilidad. Lo demás no es política educativa, es arbitrismo estéril. Así llevamos cuatro décadas, y enfilamos la quinta.

Su espíritu no se diferencia sustancialmente del lavado de cerebro al que los nacionalistas someten a los jóvenes catalanes

El combate educativo (me niego a hablar de debate) español está plagado de conceptos tóxicos. Uno de ellos es el del ideario, tan manoseado por la derecha, pero que ahora ha heredado la neoizquierda gobernante. Siempre me he preguntado qué diablos será eso, porque si es lo que parece estamos ante lo contrario de una educación que merezca tal nombre. Supongamos que yo soy socialdemócrata en lo político y ateo en lo religioso. Si tengo hijos y un centro escolar me garantiza que hará de ellos buenos socialdemócratas descreídos (o buenos cristianos, o buenos nacionalistas, o cualquier maldito catecismo que profesen sus padres), hay que salir corriendo.

El texto curricular del Ministerio de Educación reproduce obscenamente el ideario de la coalición gobernante y lo convierte en norma obligatoria para todos. Hay en él algunas ideas valiosas, ocultas en la espesura de un lenguaje codificado. Junto a ellas, un puñado de mixtificaciones, falsedades, prejuicios y naderías. Todo él transpira una evidente vocación proselitista, que es lo que lo convierte en un artefacto peligroso. Su espíritu no se diferencia sustancialmente del lavado de cerebro al que los nacionalistas someten a los jóvenes catalanes y vascos o al de aquellos curas que hace 50 años nos contaban que masturbarse te atrofiaba la médula espinal y te dejaba canijo y lisiado.

Se educa para formar seres adultos y responsables, dispuestos a hacerse cargo de sus propias vidas; ciudadanos civilizados, conscientes de sus derechos y sus obligaciones y capaces de convivir en libertad, y profesionales preparados para ganarse honradamente la vida en una sociedad cada vez más competitiva. Todo lo que sobrepase esas tres misiones no es educación, es otra cosa. La educación doctrinaria no es posible, una de las dos cosas sobra.

Además de revelarnos que las matemáticas tienen género (todas las ciencias lo tienen, y casi siempre es femenino), el inefable texto oficialista se propone, como gran objetivo innovador, incitar a niños y niñas a que “descubran personalmente la sexualidad”. Gran invento. Me pregunto cómo pensarán que la descubrimos los demás.