Manuel Arroyo-El Correo
La presidenta del PNV de Bizkaia ha declarado que entiende la decisión de Repsol de congelar inversiones -entre ellas, dos previstas en Euskadi por su filial Petronor- por la prórroga ‘sine die’ del impuesto especial a las compañías energéticas prevista en el acuerdo de Gobierno firmado por el PSOE y Sumar. «Las empresas, al igual que las personas, necesitan una seguridad jurídica mínima», ha señalado Itxaso Atutxa. Así es. Días atrás, la consejera Arantxa Tapia había expresado su «comprensión» con las reclamaciones de una «estabilidad regulatoria» por parte de los responsables de la petrolera.
De las palabras de ambas responsables parecería deducirse que a su partido no le queda más remedio que ser un mero observador de esa medida y de su aplicación. Resulta, sin embargo, que el tributo provisional que ahora tendrá carácter indefinido depende de dos condiciones. Primera: que Pedro Sánchez sea investido presidente. Segunda: la aprobación de una disposición legal que incluya la reforma. Ninguna de esas premisas será posible sin el voto a favor de los jeltzales que, por lo tanto, tienen mucho que decir en esta materia. Todo si se empeñan. Otra cuestión es que le concedan tanta relevancia como para hacer de ella un ‘casus belli’.
Petronor es el principal contribuyente de las haciendas vascas. Tiene, además, una gran capacidad tractora sobre el tejido productivo del entorno. En consecuencia, a las instituciones les interesa que vaya bien. Muy bien a ser posible. Todo ello explica los guiños del nacionalismo hacia la empresa sin necesidad de recordar la pasada trayectoria política del consejero delegado de Repsol, Josu Jon Imaz.
El PNV quiere quedar bien con la petrolera. Pero no hasta el extremo de realizar una ardorosa defensa pública de sus intereses económicos. No hace falta ser un experto demoscópico para intuir que, a unos pocos meses vista de las elecciones autonómicas, no le conviene aparecer en ese papel con la izquierda abertzale en condiciones de disputarle el liderazgo en el Parlamento. A la vez, aspira a reforzar su relación con Sánchez -ni siquiera se ha planteado como alternativa no apoyar su continuidad en La Moncloa-, cuyas apreturas intenta aprovechar para arrancarle concesiones de calado y mantener la condición de ‘conseguidor’ de Euskadi en Madrid que ahora le discute EH Bildu.
El problema para Sabin Etxea es que complacer a los dos a la vez resulta imposible. Llegado el momento, en el impuesto especial a las compañías energéticas -y también a la banca, otro sector que despierta escasas simpatías populares- deberá optar entre uno y otro. Su elección está cantada. Entre otras razones, por el desgaste que puede suponerle alinearse con el PP y Vox, aunque sea accidentalmente, en este asunto o en cualquier otro en un Parlamento fracturado por la polarización en dos bloques irreconciliables.
Los cambios de opinión de Sánchez tampoco lo ponen fácil: quienes ahora defienden lo mismo que él hace unas pocas semanas sobre la amnistía por el ‘procés’ han pasado a ser considerados peligrosos agentes de la derecha extrema o de la extrema derecha.