La elusiva democracia

EL CORREO 13/04/14
JOSEBA ARREGI

· Hay todavía demasiados que buscan lo simple y homogéneo, que se asustan ante lo plural y lo complejo

La peor herencia que nos dejó el franquismo probablemente sea la falsa conciencia de creer que por haber sido antifranquistas, los que lo fueran, éramos automáticamente demócratas, que sabíamos lo que era la democracia. Es una mala herencia porque esa creencia ha mostrado ser falsa. No sabíamos lo que era la democracia, y lo sabemos aún menos después de 35 años de vivir en democracia.

La cultura moderna y la democracia se sustentan en dos frases básicas conocidas. Feuerbach afirma que es preciso criticar radicalmente la frase de que Dios es perfecto, absoluto. Y él lleva a cabo esa crítica eliminando el sujeto de la frase, Dios, y poniendo en su lugar la humanidad. De la misma forma, la revolución francesa critica la frase de que el monarca es absoluto, y en lugar de ello cambia el sujeto y donde la frase dice monarca, pone el pueblo.

Pero la revolución que llevan a cabo Feuerbach y la Ilustración se queda a medias, pues el problema de las monarquías absolutas y de la cultura tradicional no radicaba solamente en el sujeto de las frases, en Dios, de quien se predicaba perfección y carácter absoluto, y en el monarca, de quien se predicaba soberanía absoluta –una redundancia–. El problema para la libertad de los individuos, para sus derechos y libertades fundamentales, radicaba en el predicado, en el carácter absoluto que se predicaba de Dios y del monarca. Lo que era preciso criticar era esta pretensión de absoluto, y no simplemente cambiar el sujeto.

Democracia existe sólo si realmente se procede a criticar las frases citadas en ambos elementos copulados, los sujetos y el predicado, que en ambos casos es el mismo, lo absoluto y lo perfecto. El liberalismo británico produjo un dicho que muestra claramente el significado de la crítica necesaria: el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Por eso es preciso impedir que el poder se establezca de forma absoluta. Ya es suficiente tener que soportar algún poder para que encima sea absoluto.

El filósofo de la ciencia Karl Popper, no hace tantos años citado por muchos políticos aunque no lo hubieran leído, analizaba por qué en el ejercicio de la ciencia no importa tanto de dónde procede el conocimiento, si de los datos de la experiencia, o de una poesía, o de un mito. El ejercicio de la ciencia, según él, consiste en establecer una línea de demarcación entre lo que son asertos metafísicos y los asertos que merecen ser llamados científicos. Estos se caracterizan porque están formulados de forma que pueden ser expuestos a los datos de la experiencia en los que puede manifestarse su falsedad, o su validez provisional. Los asertos metafísicos son los que están formulados de forma que pase lo que pase, sea la realidad como sea, nunca pueden ser falsificados. Por eso no son científicos. Y Popper cuidaba muy mucho de dejar claro que científico no es estrictamente sinónimo de verdad, ni metafísico sinónimo de error.

En la cuestión del poder, Popper opinaba igualmente que lo menos importante es la fuente del poder, si Dios, el monarca, o el pueblo. En cuestiones de democracia, al igual que en cuestiones de ciencia, lo importante es la línea de demarcación: si el poder puede ser controlado, por medio de la división, por medio de la aconfesionalidad, por medio del derecho, por medio del voto, será democrático, y si no puede ser controlado, por mucho que provenga del pueblo, será no democrático.

Una y otra vez nuestros políticos se enzarzan en debates sobre la verdadera democracia, exclamando con contundencia que la prueba definitiva para la misma se encuentra en devolver la voz al pueblo, en respetar lo que diga el pueblo, y como el pueblo existe, como decía cierto pensador, sólo en el momento en el que se le cita a las urnas, y luego vuelve a dispersarse y no se sabe dónde está, la democracia consiste en respetar lo que diga la mayoría del pueblo. ¿Y si la mayoría del pueblo español decide reintroducir la pena de muerte en la Constitución? ¿Y si la mayoría del pueblo exige que se cierren las fronteras a todos los inmigrantes que quieren trabajar aquí? ¿Y si la mayoría del pueblo ve bien aplicar la ley de Lynch sin esperar a juicios formales y según el proceso debido? ¿Y si la mayoría del pueblo es xenófoba?

Por algo decía Kant que la democracia, entendida en este sentido de poder de la mayoría, es una tiranía, y que lo que importa es la posibilidad de participar en la aprobación de las leyes, no la naturaleza del régimen, democrático o no, sino la forma de gobierno. Existe una definición de democracia que se cita poco: democracia como gestión del pluralismo. Esta definición parte de que existe el pluralismo y que el pluralismo no es malo, sino que merece ser preservado y garantizado, porque en ello nos jugamos la libertad. La función de la democracia consiste, entonces, en establecer, por común acuerdo, las normas y las reglas que hagan posible la convivencia en libertad, no eliminado el pluralismo y la heterogeneidad social, sino propiciando, por medio de reglas y normas, que el pluralismo y la heterogeneidad no terminen por convertirse en desintegración.

Sabemos que el mundo que vivimos es un mundo complejo. Algún sociólogo escribió que la religión es un mecanismo de reducción de complejidad. Dicho simplemente: una máquina de simplificar las cosas. Paolo Freire decía –corrían los finales de los sesenta del pasado siglo– que alfabetizarse no era aprender a leer y a escribir y a saber las cuatro reglas aritméticas, sino sobre todo aprender a diferenciar y matizar, eludiendo la simplificación. Hoy hay todavía demasiados que buscan reducir la complejidad, que buscan lo simple y homogéneo porque se asustan ante lo diferente, ante lo plural y ante lo complejo. Donde hay heterogeneidad buscan poner homogeneidad, donde hay pluralismo unidad, donde hay complejidad simplificación, donde hay dudas certezas: sustituir las voluntades de los ciudadanos por la voluntad del ‘pueblo’.