• La capacidad para ponernos en el lugar del otro parece que se recomienda como la solución para nuestras dudas morales. Pero ni de lejos puede sustituir a un criterio racional y reflexivo a la hora de actuar

Proclamar a troche y moche la necesidad de usar de la empatía y recomendar como bálsamo de Fierabrás para arreglar cualquier conflicto lo de ser empáticos con quien se tercie se ha convertido en otra pandemia. Una pandemia conceptual, claro, pero igual de contagiosa que la vírica. La empatía se ha convertido así en una palabra fetiche, en un concepto sonajero, en un ingrediente necesario de cualquier propuesta moralista o política que se precie. No se cae de los labios de los predicadores y se recomienda como guía infalible para formarse un juicio moral válido. Es una moda, claro, pero una moda un tanto cansina y harto confusa.

Veamos: la empatía como capacidad que poseemos los humanos para ponernos en el lugar del otro y experimentar imaginativamente sus emociones no es una recién llegada al ámbito humanista. La Ilustración escocesa fundó la sociabilidad humana precisamente en la concurrencia de esa capacidad empática de los seres humanos junto a su propensión a actuar en su propio interés. Aunque ellos la llamaban «sympathy». Y también Kant, en su tercera ‘Crítica’, se refirió a la mejora del juicio personal mediante el uso de un «pensamiento ampliado», consistente en ponerse imaginativamente en el lugar de los otros y ver los problemas desde una pluralidad de perspectivas.

Siendo ello así, sin embargo, es de señalar que nunca se incurrió en la desmesura de proponer la misma empatía emocional como guía relevante para la elaboración de juicios morales o políticos correctos, tal como se hace ahora, de una manera por cierto muy acorde con el primado del emocionalismo que domina nuestra cultura occidental. La empatía o imaginación era una capacidad que ayudaba a formar juicios al «espectador imparcial», pero no aportaba por sí misma ningún criterio sobre el problema humano que se estuviera examinando. El ponernos en los sentimientos o punto de vista del otro no resolvía por sí mismo nada, mientras que hoy en día parece que se recomienda ese ponerse en las emociones de los otros como la solución para nuestras dudas morales. Póngase en las emociones de los que sufren y encontrará de inmediato la visión correcta acerca de las causas de ese sufrimiento, se nos dice con afán evangélico. Si en el mundo hay mucho y variado mal es porque no empatizamos lo suficiente, se añade.

El problema de Cataluña, por ejemplo, según el departamento de ideas aplicadas de La Moncloa, se resuelve empatizando con Cataluña (así, en general). Y las administraciones públicas todas, desde los ayuntamientos a Hacienda, nos informan de que van a cambiar porque van a ser empáticas con los ciudadanos. Lo dicho, el bálsamo de Fierabrás.

Permítaseme disentir de esta valoración de la empatía. La empatía suele ser un pésimo criterio para elaborar juicios objetivos sobre conflictos personales y sociales y, si bien como capacidad humana es constitutiva de nuestra forma de ser, abandonarnos a ella a la hora de elaborar los criterios de conducta es una muy mala idea. Vamos, que la empatía ni de lejos puede sustituir a un criterio racional y reflexivo de actuar y que, en muchas ocasiones, no hace sino emborronar y confundir al agente moral y hundirle en el charco viscoso de lo emocional.

Se confirma no bien constatamos una propiedad inseparable de la imaginación empática: la de que es fácil y natural con los que nos son próximos (familiares, vecinos) o con los que sentimos que son similares a nosotros mismos por su condición (sexo, grupo, profesión, clase), mientras que más allá nos es muy difícil. Por lo que la empatía puede muchas veces apartarnos del camino de la reflexión objetiva y desembocar en ratificar nuestros prejuicios. Baste ver lo que sucede entre los vascos por mor de la amplia simpatía social que generó la violencia terrorista etarra: que si bien hay quien empatiza con las víctimas, no pocos empatizan con los victimarios (aunque no lo pregonen), con lo que terminamos como sociedad en un incómodo empate. Si utilizásemos el juicio reflexivo, en cambio, la charca emocional se sortearía.

Pero es que hay más. Por mucho que se proclame la empatía como virtud moral universal y abierta en todas direcciones, lo cierto es que en la realidad no empatizamos con todas las partes de un conflicto social, sino normalmente sólo con una. A todos nos sucede sentir empatía con las víctimas, las mujeres maltratadas, los inmigrantes que se ahogan en la mar, los niños abusados. Pero no se nos ocurre siquiera ponernos en las emociones que siente el abusador, el tirano, el marido maltratador o el obrero blanco que pierde su trabajo por mor de la inmigración. ¿Cómo así? Sencillamente, creo, porque con carácter previo al ejercicio de empatía se produce en nosotros un juicio moral intuitivo acerca de los méritos de cada parte de manera que cuando empatizamos con alguien es porque previamente lo hemos juzgado digno de ello. Y a los que consideramos indignos, ahí les den empatía, nadie se pone en sus emociones porque no se les juzga merecedores de ello. Vamos, que no es la empatía la que funda el juicio, sino al revés.

El carácter predeterminado y parcial del ejercicio empático se pone crudamente de manifiesto cuando lo proclaman nuestros hodiernos clérigos. Véanlo si no en el ejemplo ‘catalán’ que antes citábamos: se nos exhorta a ser empáticos con los catalanes nacionalistas, pero no se nos pide lo mismo con los catalanes antinacionalistas, ni con los españoles de esta u otra clase. En el fondo, así, la verdadera cuestión es con quién somos empáticos y con quién ni nos acordamos de su existencia. Y, sobre todo,» quién lo decide. Que es el dueño del relato, claro. Con lo cual se trata en el fondo de la habilidad que cada estratega opinativo despliegue para hacerse con el argumento de la empatía antes de que otro estratega lo haga. El primero que llegue se queda con el valioso trofeo de la empatía y deja para los otros la posición desairada del frío y mezquino racionalista egoísta.

La empatía generalizada, además, y con esto termino, está en radical contradicción con otra creencia radical de la cultura posmoderna que vivimos: la de que la sociedad se divide en grupos cerrados que definen cada uno la identidad de sus componentes y que son inasequibles para la comprensión racional ilustrada de los extraños. Por ejemplo, el feminismo dominante proclama que sólo quienes comparten la condición de mujer pueden comprender el problema estructural de una sociedad patriarcal, que sólo desde esa condición se puede diagnosticar y solucionar. Si ello fuera así (y la determinación grupal se puede aplicar a etnias, naciones, clases y demás divisiones) una invocación a la empatía universal es radicalmente contradictoria. Para mí sería vivencialmente imposible (por ser macho, blanco, español y liberal) ser empático con mujeres, negros, catalanes y progresistas. ¿O no? Identidad o empatía, elijan; ambas a la vez no. Por favor.