• El acierto o desacierto de los indultos sólo podrá verificarse cuando el paso del tiempo ponga al descubierto el éxito o fracaso del riesgo indudablemente asumido

Con la misma repugnancia con que -supongo- el perro vuelve a su vómito e idéntica insensatez con que el necio recae en su necedad, según sentencia el Libro de los Proverbios, así vuelvo yo hoy a chapotear en las pantanosas aguas en que amenaza con zozobrar este asunto de los indultos a los presos del ‘procés’. Y es que en este país, en el que se discute más que se debate, todo intento de avanzar se reduce a dar vueltas alrededor del mismo sitio. Si, en el debate, los interlocutores ponen en común sus ideas en pos de avanzar hacia una verdad compartida, en la discusión, cada uno rebusca argumentos para mantenerse aferrado a la suya y descartar la del contrario. El debate enriquece y la discusión acaba, en cambio, embruteciendo. Así nos van las cosas.

Respecto de los indultos, una cosa debería quedar al margen de todo debate e incluso de cualquier discusión. Su concesión, según la Constitución y el ordenamiento jurídico, es facultad que corresponde en exclusiva al Ejecutivo. Su legitimidad depende del cumplimiento de ciertas formalidades que, evitando la arbitrariedad, dan vía libre a la discrecionalidad. Esas formalidades, en el caso que nos ocupa, parecen cumplidas. Los indultos han sido solicitados por quienes están legitimados a hacerlo. Se han pedido y emitido los preceptivos dictámenes no vinculantes y ofrecido argumentos suficientes que eluden lo arbitrario. Tachar el proceso de inconstitucional o ilegal parece, pues, fuera de lugar. No son los tribunales el foro en que ha de desarrollarse el debate.

Si sobre algo puede y debe éste versar, es sobre el acierto o desacierto político de la decisión adoptada, así como sobre las razones, también de orden político, que se han esgrimido para explicarla y justificarla. En el fondo de todo el razonamiento han destacado unas ideas que apelan a la concordia, la reconciliación y el reencuentro. El debate habrá de girar en torno a la sinceridad y veracidad con que se han usado tales términos. De entrada, son tan bellos y atractivos, que, al utilizarse en política, suscitan la legítima sospecha de haber sido traídos a cuento a efectos de una propaganda que disimule la triste verdad de las cosas.

Concordia, reconciliación y reencuentro no son, por de pronto, términos que quepa referir a algo que ya se ha logrado y por lo que los indultos se hayan concedido. No se aplican a hechos del presente. Si algo se ha puesto, más bien, al descubierto, es la hondura de la discordia que aún sigue enfrentando a quienes se pretende reconciliar. Diríase que, de momento, el desencuentro más parece ahondado que mitigado por el acto que quería remediarlo. Las reacciones, tanto de quienes han sido sus beneficiarios como de quienes a él se han opuesto, están siendo, de hecho, muy poco prometedoras. Por ambas partes se ha pecado de exceso y sobreactuación. Tampoco las explicaciones del Gobierno se han librado del mismo defecto en la exagerada exaltación de lo bueno y el artero ocultamiento de lo malo que en todas ellas se detecta.

En nada ayuda a la concordia la conversión del indulto de buen grado aceptado en derrota de quien graciosamente lo concede o la respuesta al deseo de reencuentro con arrogantes amenazas de ruptura. El efecto, quizá hasta perseguido, no puede ser otro que la indignación de quien se siente humillado por tanta arrogancia. Y es que ni el edulcorado camuflaje de la realidad que ejecuta el Gobierno ni la altanería de que hacen gala quienes transforman su fracaso en éxito ni el oportunismo de los que hurgan en la indignación de la gente en beneficio particular juegan en favor del objetivo que cada uno dice perseguir. Ni la concordia prometida ni la anhelada ruptura ni la patria humillada y ofendida salen, en efecto, beneficiadas con las actitudes exhibidas.

No se hable, pues, de pasado, que está hoy donde ayer estaba. La decisión del Gobierno sólo puede valorarse desde un futuro aún incierto. Su aceptación es, como alguien ha dicho, un acto de fe. De buena fe, añadiría yo, peligrosamente lindante con la ingenuidad. Pero su descalificación radical es, a su vez, más irracional que razonada. Pues, aun cuando las razones que puedan esgrimirse en su contra sean innumerables, podrían quedar arrumbadas por un futuro que, por improbable que hoy parezca, no es imposible y sí muy deseable. De ello va el debate político. Sólo un -esperamos que- no muy lejano futuro podrá dirimir si quien hoy demanda un acto de fe ofrece algo, tras tantos engaños desenmascarados, que aún merezca un mínimo de crédito. Mientras tanto, volviendo a Proverbios, vómito y necedad.