Ignacio Camacho-ABC
- La primera mentira escandaliza. La segunda molesta. Y a partir de ahí se va convirtiendo en una rutina inocua y ligera
Ahora resulta que el comité de expertos era Simón. En eso consistía el presunto sanedrín de autoridades en epidemiología que el Gobierno citaba como referencia -o más bien como coartada- científica. Simón y su camarilla, que rima con mascarilla, la más famosa, nociva y puede que letal de sus mentiras. Simón el que no veía peligro en la manifestación del 8-M. Simón el que se alegra de que no vengan los turistas. Simón el que manipulaba las estadísticas -«hay doce mil muertos que no sabemos dónde poner»- para minimizar el balance de víctimas. Simón el médico que aceptó rebajar la jerarquía de la medicina al servicio de la complicidad política. Simón el Cuentista, Simón el Falsario, igual que hay un Simón el Fanático en la Biblia. Él era el asesor áulico en jefe, que más que aconsejar se limitaba a obedecer las consignas emitidas por el Gabinete monclovita. Por eso no daban los nombres alegando no se sabe qué clase de protección jurídica. Simplemente porque no había ninguna junta de especialistas.
Cuando la mentira se vuelve impune, por repetición, por costumbre, llega un momento en que ni siquiera importa reconocerla. Qué más da, si no va a tener consecuencias, ni electorales, ni penales, ni éticas. Al cabo de un tiempo, y si no hay más remedio, se confiesa la verdad con un cierto aire de displicencia y se aguantan las escasas críticas como quien espera que escampe una breve tormenta. El gran descubrimiento del sanchismo es que a la mayoría de la gente no le importa que se les mienta. O que el embuste adquiere una inmunidad proporcional a su frecuencia. El primero escandaliza, el segundo molesta, y a partir de ahí se va transformando en una rutina inocua, intrascendente, ligera, hasta obtener una bula social completa. Parafraseando a Camba se podría decir que Sánchez miente como se dice que el gato maúlla, el caballo relincha o la gallina cacarea: como una especie de atributo natural, de característica congénita.
Y así ha ido quedando moralmente despenalizada no sólo la mentira, sino la ocultación de Estado. Durante la pandemia, el poder ha institucionalizado la estrategia del engaño. Nada era real, salvo el marco autoritario que permitía convertir la gestión en un mero simulacro. Los científicos eran fantasmas; los criterios de desescalada, un albur; el mando único, un fárrago de bandazos arbitrarios; los fallecidos, una cifra de quita y pon en una hoja de cálculo. Ni siquiera eran ciertas las cifras de contagio porque sólo se contabilizaban los enfermos verificados por el protocolo sanitario. Lo único real era el descaro con que Simón escenificaba la comunicación del caos. Cuando acabe la pesadilla lo recompensarán con un buen cargo; antes conviene que siga representando hasta el final el papel de pararrayos humano.
Haremos lo que decidan los expertos, decían. Hay que reconocerles el mérito de saber aguantarse la risa.