Kepa Aulestia-El Correo
Las presencias y las ausencias del jueves en el Senado, las palabras y los silencios que estuvieron presentes al hablar de amnistía, de referéndum para la independencia, de financiación autonómica o de transferencias pendientes, demostraron que un Estado complejo como el español difícilmente puede ser gobernado con la mitad más uno de los escaños del Congreso. La sesión de la Comisión General de Comunidades Autónomas fue convocada, contando con la mayoría absoluta del PP en la Cámara Alta, para proceder al marcaje de las negociaciones de investidura. Para mostrar un amplio desacuerdo territorial hacia el fondo y las formas de la negociación de Pedro Sánchez con el independentismo catalán. Pero la demanda socialista de manos libres para ofrecer al país un presidente y un gobierno de progreso no puede pasar por alto la existencia de un equilibrio territorial políticamente precario.
La amnistía pretendida nada tiene que ver con las amnistías pasadas a las que se refirió el president Pere Aragonès. Ni con la de 1977, ligada a la Transición entre la dictadura y la democracia, ni con las promulgadas con posterioridad para regularizar la situación de fondos desviados al extranjero. Su eventual concesión, sujeta finalmente al parecer del Tribunal Constitucional, podría asimilarse por parte de la opinión pública inicialmente reacia bajo la presunción de que así la cuestión catalana vuelve al cauce de la política. Pero dado que el ejercicio de esta al límite de lo legal, que propugna Junts y a la que ERC tampoco está en condiciones de renunciar, puede dar futuros sobresaltos, no parece fácil que una amnistía de 2023 asegure una Cataluña desjudicializada para siempre.
Aunque la amnistía tiene la ventaja de que puede generar indignación y protestas, mucho más fuera que dentro de Cataluña, pero no dará pie a que otros reclamen algo semejante. A no ser que dentro de cuatro años o antes a la izquierda abertzale se le ocurra reclamar una amnistía específica para ‘los suyos’ a cambio de la correspondiente investidura. Sin embargo, casi todo lo demás que el independentismo catalán insiste en poner sobre la mesa de las negociaciones, desde el referéndum de autodeterminación hasta los trenes de cercanías, pasando por la reversión del déficit fiscal, hará que se disparen tanto las emulaciones como los agravios.
La sola eventualidad de que un Gobierno de progreso se ponga a hablar de referéndum con el independentismo catalán, tras la también eventual investidura de Pedro Sánchez, despertaría la efervescencia soberanista en Euskadi y en Navarra, incrementada por la pugna electoral entre el PNV y EH Bildu. La revisión de la balanza fiscal de Cataluña con la Administración central -y en esa medida con las demás comunidades- previo a que se aborde la reforma del sistema de financiación de las autonomías, no sólo pondría en alerta a las demás de régimen común. Podría exigir también la renegociación del Cupo. La convicción independentista de que si Rodalies fuese operada por la Generalitat no habría retrasos en los trenes resulta tan comprometida que sería la única vindicación que las otras autonomías evitarían emular.