BIEITO RUBIDO, ABC – 01/06/14
· A determinados sectores de la opinión pública española les basta una palabra desafortunada, una frase salida de tono, un desliz verbal, para rasgarse las vestiduras. Su vello se eriza sin remedio ante el menor intento de perturbar la felicidad formal. La hipersensibilidad epidérmica suele esconder con frecuencia crueldad de fondo. Una sociedad desalmada.
La crisis no ha terminado. La económica quiere ceder, pero la otra sigue más fuerte que nunca: la crisis del compromiso, del esfuerzo, de la responsabilidad, del conocimiento, de la honradez, de la ética, de la lealtad, del servicio. La crisis de valores, en suma. El apuro económico tiene una etiología diversa, pero fácilmente descriptible y acotable, incluidas las torpezas de Zapatero. La otra tribulación es más compleja y dispersa. Puede que hasta se trate de la decadencia de la sociedad que protagonizamos. O que sea el efecto perverso de falsos paradigmas instalados en España por falta de suficiente tradición democrática; una inmadurez sociopolítica que permite a unos esconderse en la espesura del «mirar hacia otro lado», y a otros, instalarse en la demagogia, en un buenismo maniqueo que permite a medios capitalistas jalear la transformación de la sociedad, al calor de esa presunta utopía que los nuevos e irredentos profetas del comunismo posmoderno ahora nos predican. Como si el siglo XX no hubiese existido y no supiéramos a día de hoy en qué y cómo terminaron las experiencias de extrema izquierda.
El estudio de las causas por las que la España actual es una sociedad sin corazón y con un futuro más que comprometido, evidencia que esta encrucijada viene de lejos. Aunque tal vez nos hayan abierto los ojos, las últimas elecciones no son más que un sarpullido menor. Nos equivocamos si concluimos que la corriente de fondo, que debilita algunos comportamientos en Occidente, es flor de un día. Empiezan a ser ya numerosos los pensadores que advierten de la deriva de nuestra sociedad, donde la forma ha ido desplazando, pausada y gradualmente, al fondo. Donde lo efímero ha ganando terreno a lo perdurable.
A determinados sectores de la opinión pública española les basta una palabra desafortunada, una frase salida de tono, un desliz verbal, para rasgarse las vestiduras y desestabilizar, si es preciso, el Estado. Su vello se eriza sin remedio ante el menor intento de perturbar la felicidad formal. Ahora bien, tal reacción no siempre traspasa la piel. Al contrario. La hipersensibilidad epidérmica suele esconder con frecuencia crueldad de fondo. Una sociedad desalmada y sin solución de continuidad. Día tras otro escuchamos invocar los valores democráticos a los nacionalistas y republicanos catalanes, a la vez que pretenden quebrantar y violar el orden democrático y legal que la Constitución salvaguarda. Poca gente se atreve en la España actual, y todavía menos en los medios de comunicación, a reprocharles en voz alta su deslealtad y su ultraje al ideal democrático que dicen defender cuando, sin embargo, atacan con afán de hacer fenecer la convivencia, la coexistencia al calor del desacuerdo ideológico.
Por activa o por pasiva, somos parte de una ciudadanía epidérmica que se empobrece a medida que pasa el tiempo. Asistimos al progresivo desplazamiento de los valores de fondo. Se nos olvida que son precisamente esos músculos morales los que ayudan a construir sociedades solventes, equilibradas, capaces de crecer sobre sí mismas. Y estas no son teorías apocalípticas. Se ve a simple vista sobre el globo terráqueo. Cualquiera que lo mire con ojos limpios distinguirá quiénes progresan con valores de fondo comprobables y quiénes languidecen instalados en la ficción del aplauso fácil. También la Historia está llena de lecciones para quien las quiera aprender.
No hace falta coger un avión para palpar ejemplos de esa superficialidad tan cruel con lo ajeno, pero igual de nociva para uno mismo. Las sociedades epidérmicas tienden a pasar de puntillas sobre los problemas que exigen una reflexión en profundidad sobre comportamientos y valores. De puntillas…, y de lado: «No va conmigo». Prefieren la sedación general a base de populismo, destilado por personajes menores a través de canales de televisión de grandes corporaciones que juegan a la contradicción más escandalosa. Un juego en el que el premio seguro es la audiencia, ganada sin prejuicios pero con flagrante irresponsabilidad, convencidos de que a ellos nunca los alcanzarán las consecuencias de esta enfermedad social a la que contribuyen como pocos.
¿Y qué es el tan mentado populismo? Dar respuestas simples a problemas complejos. Poco cuesta denunciar determinadas situaciones desde la pura demagogia, sin profundizar en la enorme empresa que su solución supone para el conjunto de los ciudadanos. En estos casos, los pseudolíderes de baja estatura moral se agigantan en las pantallas, y su identidad se define por la negación del contrario. Se evita así cualquier reflexión o compromiso propio. Con esos comportamientos, instalados en la epidermis, se genera un caldo de cultivo de enfrentamientos que envilecen a la comunidad. Esa superficialidad, consagrada en los poderosos medios, empobrece a la sociedad española y limita seriamente su capacidad para abordar las transformaciones que le permitirían solventar sus debilidades, retos y dificultades.
En los últimos tiempos, en nuestro tiempo, España –sembrada de nacionalistas insolidarios, demagogos emergentes, vieja guardia acobardada, juventudes frívolas, capitalistas ventajistas y periodistas gladiadores– ha cambiado los valores que han dignificado a la humanidad en el devenir de los siglos, por otros de humo y efectos especiales que en ningún caso pueden desplazar la esencia del comportamiento. La exigencia de honradez se encubre con una solidaridad formal, que es un valor como tal, pero que pierde buena parte de su virtualidad cuando se convierte en un sustituto cosmético. En placebo para el pueblo.
Si queremos que España, nosotros, en definitiva, venzamos de verdad y por tiempo la grave dificultad que nos atenaza, habrá que empezar a trascender lo superficial para llegar de nuevo a los valores de fondo y restituirlos; tejer con ellos una nueva cultura que nos haga más fuertes. Mejorar nuestra formación y, por tanto, nuestro comportamiento y desenvolvimiento como personas. Necesitamos transformar nuestra cultura para recuperar vigor, como ciudadanos íntegros y completos. Que no nos condenemos socialmente por nuestra falta de honradez, compromiso, esfuerzo, ética o lealtad. Que no se produzca ese enorme silencio que Azaña anunciaba cuando decía que si «en España cada uno hablase de lo que sabe, no se escucharía nada…».
BIEITO RUBIDO, ABC – 01/06/14