Ignacio Varela-El Confidencial
Los elementos tóxicos presentes en cada bloque han crecido, sí; pero en la práctica quedan enervados y lateralizados en sus campos respectivos
El resultado de las elecciones generales trajo dos noticias que, potencialmente, podrían ayudar a sacar a España del bloqueo político que padece al menos desde 2015, y a restablecer un modelo normal de gobernación del país.
Es cierto que ha aumentado la presencia del nacionalismo insurreccional y que, por primera vez, la extrema derecha organizada se sienta en el Parlamento. Pero contra lo que muchos temimos, no han obtenido un poder condicionante. No está en su mano hacer o deshacer gobiernos ni disponen de minorías de bloqueo. El elefante está en el salón, pero no se ha hecho con las llaves del edificio.
Las elecciones se plantearon como una confrontación bipolar que presagiaba lo peor. O Frankenstein o Franconstein, se decía. O un Gobierno de la izquierda hipotecado por los independentistas, como el de los últimos 10 meses, o uno de la derecha marcado a fuego por Vox, como en Andalucía. Toda la campaña consistió en poner a los españoles ante tal dicotomía pavorosa. Para rechazar una cosa, había que deglutir la otra. Nunca el voto a la contra fue tan decisivo y jamás tanta gente votó tapándose la nariz. Si la máxima participación es compatible con el mínimo entusiasmo, este ha sido un ejemplo de libro.
Ambos escenarios condenaban al país a cuatro años más de frustración y parálisis. La reproducción de un Gobierno de Sánchez dependiente del secesionismo catalán obligaría a la derecha a una oposición frontal de tierra quemada, sin resquicio para el diálogo en ningún terreno. El respaldo de Vox a un Gobierno de Casado haría imposible para la izquierda cualquier clase de acuerdo. El noesnoismo —quizá la invención política más ponzoñosa de los últimos años— lo invadiría todo como una metástasis, y el lustro ya perdido amenazaba con convertirse en década.
El efecto saludable —solo potencialmente— del resultado del 28-A es que los elementos tóxicos presentes en cada bloque (la extrema derecha en un lado, el separatismo anticonstitucional en el otro) han crecido, sí, pero en la práctica quedan enervados y lateralizados en sus campos respectivos. Estarán ahí y harán ruido, pero no dictarán las decisiones —salvo que alguien se lo permita—.
Ni el próximo Gobierno de Sánchez está obligado a someterse al chantaje independentista para subsistir, ni el PP y Ciudadanos deberán supeditar su política de oposición al marco que Vox les imponga: si lo hacen, será porque quieran hacerlo. Las compañías peligrosas del otro lado ya no sirven como coartada ‘higiénica’ para sabotear el diálogo entre demócratas. Sobran los autoimpuestos cinturones de castidad.
Cuando pase el 26 de mayo y quede establecido el nuevo mapa de poder, se abrirá un periodo largo sin elecciones nacionales a la vista. Será el momento de recuperar la política, entendida como gestión ordinaria del interés público. Pedro Sánchez se librará de la pulsión de asentar un poder precario y defenderlo a dentelladas. Ahora tendrá que medirse no solo como resistente y feroz competidor; también en la faceta de gobernante sensato, en la que está inédito.
El PP y Ciudadanos tienen la ocasión de probar que lo del centro es algo más que topografía. Nadie les obligará a practicar la desmesura mientras predican la moderación, ni a anunciar el apocalipsis cada mañana, ni a sustituir la calidad de los sustantivos por la estridencia de los adjetivos. Si lo siguen haciendo, es que son así.
Podemos, con Gobierno de coalición o sin él, entrará en contacto cotidiano con el ejercicio del poder, conocerá de primera mano su grandeza y sus servidumbres y recibirá un salutífero baño de realidad. Que le pregunten a Tsipras cómo es esa metamorfosis.
Con todas sus sombras, el resultado del 28-A ofrece condiciones objetivas para que el juego político y la relación institucional entre Gobierno y oposición recuperen rasgos propios de una democracia parlamentaria avanzada. Que se restaure el procedimiento legislativo ordinario, sin el atraco sistemático de los decretos-leyes. Que las prácticas filibusteras y fulleras no sean el pan de cada día. Que para referirse al adversario, no haya que pintar un país poblado por fascistas, golpistas y extremistas. Que los sectarios tengan su espacio (es inevitable), pero no ocupen todo el espacio. Que la política española recupere algo de cordura y salga de la prolongada fase maníaco-compulsiva en que la metieron sus dirigentes.
Sánchez alcanzará su soñada investidura, con la tranquilidad adicional de saber que, una vez elegido, ninguna moción de censura contra él será viable. Iglesias no logrará copresidir el Gobierno, pero participará del poder (aunque no necesariamente en el Consejo de Ministros). Casado —o quien ocupe su lugar— tendrá tiempo para recomponer su averiado partido sin necesidad de dar cada día un volantazo ideológico o hacer tremendismo verbal. Rivera dispondrá de espacio sobrado para ser protagonista en la oposición, librarse para siempre del sambenito del bisagrista, ganar crédito como alternativa de poder y terminar de montar una organización de verdad donde ahora tiene una de juguete.
Quizá sea posible activar la agenda bloqueada del país: la reforma del sistema político, la búsqueda compartida de una solución para Cataluña, las pensiones, el marco de relaciones laborales, el pacto educativo, el nuevo modelo energético, la reforma fiscal, la financiación autonómica… También la forma de hacer frente a las vacas flacas que se aproximan en la economía. Se ha demostrado que nada de ello es posible sin alguna clase de conversación transversal y de reconocimiento del contrario.
Es preferible que los socialistas desde el Gobierno y Ciudadanos y el PP desde la oposición se obliguen a devolver la racionalidad a la política española
No es realista seguir demandando un acuerdo de gobierno entre el PSOE y Ciudadanos. Además de ser políticamente inviable en la circunstancia actual, probablemente no resultaría funcional, y entregaría el ejercicio de la oposición a las fuerzas menos predispuestas al diálogo razonable. Rivera será más útil para sí mismo y para el país practicando una oposición constructiva que haciendo de socio subalterno de un Sánchez ensoberbecido. Es preferible que, partiendo de este resultado electoral, los socialistas desde el Gobierno y Ciudadanos y el PP desde la oposición se obliguen mutuamente a devolver la racionalidad a la política española, si es que quieren y saben.
La gran duda es, precisamente, si ellos y los demás políticos de esta generación saben hacer algo distinto de lo mostrado hasta ahora. Si las condiciones subjetivas acompañarán a las objetivas. La experiencia vivida es poco alentadora, pero si se confirma la sospecha, al menos sabremos con certeza que el problema no son las circunstancias, son ellos. Y España seguirá bloqueada hasta que llegue el relevo.