Teodoro León Gross-El País
La deshumanización del otro para reducirlo a una categoría, fascista o españolista o cualquier otra es la premisa para desatar el odio
Despacharse de fascista o de hijoputa se ha convertido en algo común alrededor del procés en esta fase ya muy degradada. La espiral del silencio se ha transformado en una espiral de ruido. Hasta ahora el nacionalismo catalán mantenía el oasis porque los demás callaban. Pero la mitad muda ha roto el espejismo de un sol poble tras aquella manifestación del 8-O. Desde entonces se ha derivado al proceso inverso: una espiral de ruido, para imponerse por exceso. El minuto de gloria se ha encarecido en Cataluña: ya es necesario decir barrabasadas para lograr un titular.
Esta espiral, de doble dirección pero en la que sin duda se imponen los indepes, se ha realimentado en tres niveles, hasta salir del ámbito catalán con inquina cada vez más áspera. Es clave la política, con la demonización de España. El candidato de la CUP ya no logra titulares calificando a España de “franquista y fascista”, porque ahí llega hasta el más ortodoxo burgués convergente. Torrent, el hombre para ocultar a Rovira: España no es una democracia.
Puigdemont habla un día de totalitarismo y otro de torturas… Usan la retórica del exilio y la cárcel para vender “persecución” y “presos políticos”. Marta Rovira mencionó incluso los muertos. Es un mecanismo de autolegitimación que les da patente de corso para casi todo. Siembran el viento para el tornado del odio.
En el segundo nivel, ese discurso se traslada a la sociedad civil: el trincherismo feroz desde medios y redes. Esta semana dos episodios definen el clima. Jordi Borrell —se elimina el Hernández paterno para no ser sospechoso de falta de pureza— se refería a los “esfínteres dilatados” de Iceta. En el haber de este director del Instituto de Nanociencia hay de todo en insultos, hasta celebrar la muerte del fiscal Maza. En TV3, la factoría del odio, Toni Albà, una de las estrellas bien subvencionadas de Polonia, vendedor de bullshit ideológico contra España, ha llegado a calificar de “mala puta” a Arrimadas. Todo eran risas entre su clientela, como al llamar “francocainómano” a Rajoy. En la sociedad civil hay múltiples antenas para difundir la señal del odio.
Hay incluso un tercer nivel, más allá de Cataluña. Caso de Suso de Toro. Ante la decisión judicial de Sijena: “El 155 no solo era para humillar, aterrorizar y tomar rehenes, presos y exiliados, también era para saquear. El estado realiza en Catalunya una estrategia de guerra de ocupación literal, de libro”. Lenguaje guerracivilista en estado puro. Otro, Ramón Cotarelo: “Los franquistas (PP, PSOE, C’s) hablan sin límite en la campaña mientras los indepes están silenciados en el exilio o la cárcel. Hay que acabar con esta dictadura”. Aunque no figuren entre los 15.000 intelectuales favoritos de casi nadie sensato, tienen fans y suman miles de retuits. Combustible.
La deshumanización del otro para reducirlo a una categoría, fascista o españolista o cualquier otra —y el caso extremo está en el crimen de Zaragoza— es la premisa para desatar el odio. Y esa factura, más allá de la frustración política y la recesión económica, va a ser duradera y peligrosamente alta.