- La experiencia de cuatro décadas de democracia en España nos enseña que no hay cambio en Moncloa en situación de normalidad, sino mediante la destrucción del rival
«La política en el siglo XXI es un juego brutal y sangriento, en el que el ganador se lo lleva todo». Esta despiadada definición es el fruto de la experiencia de dos antiguos colaboradores de Bill Clinton, y se ha convertido en un patrón a seguir por nuestros líderes. Su ardorosa forma de transitar por la vida pública nos ha hecho asistir a un arranque de temporada protagonizado por el choque continuo, en el que no se rehúye ningún conflicto y se convierte en conflictivo aquello que aparentemente no debería serlo: desde la operación para evacuar de Afganistán a los españoles y sus colaboradores locales en agosto, hasta el pintoresco episodio de los últimos días provocado por la denuncia de una agresión homófoba que no existió.
La experiencia de cuatro décadas de democracia en España nos enseña que no hay cambio en Moncloa en situación de normalidad, sino mediante la destrucción del rival, a menudo por autolesión. Felipe González alcanzó el poder cuando la UCD gobernante implosionó entre guerras cainitas, y pasó de 168 escaños a 11. Aznar solo pudo batir a González tras años de escándalos (Juan Guerra, Gal, Filesa…) y una intensa campaña de acoso. El PP perdió el poder después del 11-M y de las muchas y terribles circunstancias que se produjeron en los tres días que transcurrieron entre las bombas de los trenes y las elecciones. Zapatero fue engullido por la crisis económica. Rajoy, por los casos de corrupción y por una conjunción de intereses entre la derecha nacionalista vasca, los independentistas catalanes y la extrema izquierda populista, que Pedro Sánchez lideró sin escrúpulo ni circunspección.
Casado no da tregua, aunque es un amateur si sus habilidades se comparan con el virtuosismo de Sánchez en este ‘wrestling’
Ahora es Pablo Casado el que se considera legitimado para actuar de la misma forma que lo hicieron en su día el actual presidente y sus predecesores: practicar el juego «brutal y sangriento», con el objetivo de llevárselo todo. El líder del PP no da tregua, aunque todavía es un amateur si sus habilidades se comparan con el grado de virtuosismo que Sánchez ha alcanzado en este ‘wrestling’, en el que la única norma es que no hay normas. Nadie como el presidente gestiona el arte de aplicar a la política el cuestionado principio de que el fin justifica los medios.
Aun así, Casado se ha puesto los guantes y ha subido al ring. Opta por la reyerta diaria, que resulta ser la zona de máximo confort para Sánchez. El resultado es un ambiente político en el que lo único estable es el combate pendenciero, aderezado por extremistas a izquierda y derecha, y con el efecto multiplicador de las redes sociales, donde la enajenación colectiva rige por encima de la ley.
La cruzada por el control de la Justicia es un ejemplo descarnado. El PP trata de sostener lo que considera su último reducto de poder, con un reparto de vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que ya ha caducado y que no concuerda con la actual fotografía parlamentaria. Y la izquierda se plantea el asalto a las togas como un capítulo más de la alerta antifascista, promulgada como una fatua desde que Vox apareció en el horizonte y empezó a condicionar la estrategia de los populares.
Decía Clemenceau que la guerra es algo demasiado serio para dejarla en manos de los militares. Aplicando ese criterio, se podría considerar que la justicia es algo demasiado serio para dejarla en manos de los jueces, como ahora propone el PP. El problema es que, de seguir esta línea de pensamiento, habría que convenir que al final son los políticos los que se encargan de la guerra, de la justicia y de todo lo demás. Y se podría argumentar que la política es algo demasiado serio para dejarla en manos de los políticos, lo que nos conduce a la vía muerta en la que estamos: contando los días que faltan para próximas convocatorias electorales.
Los partidos ya apuntan sus miras telescópicas hacia las urnas. El runrún es cada vez más perceptible en Andalucía y Castilla y León, donde el PP confía en solidificar su poder territorial a costa del ocaso de Ciudadanos. No parece lógico pensar que Pedro Sánchez vaya a adelantar las elecciones justo después de haber remodelado su Gobierno. Pero este otoño llegamos al ecuador de la legislatura, con dos años —como mucho— para su final, lo que coloca a los partidos en modo bélico. Los sondeos —con augurios favorables para el PP— animan a Casado a dar el no por respuesta, sin siquiera escuchar la pregunta. Y Sánchez no desea otra cosa, porque esa actitud de la oposición le permite avivar el relato frentista y convertir las próximas elecciones no en un examen sobre su gestión en Moncloa, sino en una epopeya contra «el avance de la extrema derecha», mientras él gobierna con la extrema izquierda. Todo enfangado, todos contentos.