Francesc de Carreras-El Confidencial
- La II República comenzó con las mejores intenciones, pero enseguida empezó a torcerse hasta llegar a su peor final posible: un golpe de Estado militar que desembocó inmediatamente en una guerra fratricida
En efecto, la II República comenzó con las mejores intenciones, pero enseguida empezó a torcerse hasta llegar a su peor final posible: un golpe de Estado militar que desembocó inmediatamente en una guerra fratricida de tres años seguida por casi 40 de dictadura.
Ahí está la anomalía de España respecto al resto de la Europa occidental del siglo XX: mientras unos se recuperaban en la posguerra mundial y emprendían un camino de unidad y prosperidad, aquí estuvimos bajo yugos y flechas hasta que murió Franco. No busquemos culpables, pero señalemos algunas circunstancias históricas que contribuyeron a la tragedia
Como hemos dicho, la República empezó con las mejores intenciones, con un buen programa de reformas, un proyecto que llevaba años incubándose, que no surgió de la nada. Las críticas de Costa y demás regeneracionistas, de Giner y su mundo en torno a la Institución Libre de Enseñanza, de los escritores del 98 en su búsqueda del paisaje moral de nuestro país, de Ortega y el ímpetu que supo dar a las empresas culturales que patrocinó, de la socializante revista ‘España’, con Araquistain a la cabeza, todas estas visiones críticas de la situación española, estaban en buena parte justificadas, pero solo veían los aspectos negativos y desdeñaban no solo importantes avances objetivos sino unos cambios en la sociedad y en las mentalidades que se proyectarán en el programa republicano.
En efecto, liberalismo y socialismo, modernidad y europeísmo, laicismo y educación, eran los vectores, las ideas y las creencias, que el mundo intelectual español había desarrollado desde fines del siglo XIX hasta los años treinta. El mundo nuevo que se abría el 14 de abril daba no solo esperanzas sino posibilidades. El programa estaba ya pensado: democracia parlamentaria, garantía de derechos y libertades, elecciones libres por sufragio universal, separación entre Iglesia y Estado, reformas agraria, militar y educativa, sistema de autonomías territoriales que permitiera reorganizar el Estado centralista. Solo faltaba llevarlo a la práctica
Ahí es donde naufragó la República y la culpa principal, aunque por supuesto no única, debe atribuirse a los políticos republicanos, especialmente los republicanos de toda la vida, los pata negra. Señalemos dos defectos.
En primer lugar, su sectarismo. La monarquía había caído el 14 de abril, pero no todos los españoles eran republicanos, ni mucho menos. Y no estoy hablando de una derecha montaraz, antidemocrática y militarista, propia de las clases altas, de la nobleza aristocrática rural y la burguesía económicamente potente, asustadas ante las reformas que se avecinaban. También había unas clases medias y bajas, de comerciantes, funcionarios o campesinos, con fuerte raigambre en sus creencias religiosas o atados a las clientelas caciquiles, que recelaban de los nuevos gobernantes, y estos debían esforzarse en atraerlos a su causa. Pero hicieron todo lo contrario, por ejemplo, tras la quema de iglesias y conventos en Madrid —más de un centenar— y en otras ciudades en mayo de 1931, tres semanas después de la proclamación de la República. La reacción del Gobierno provisional fue sumamente tibia y esta ofensa al mundo católico fue aún mayor cuando se aprobó la Constitución unos meses después. Allí no se reguló la separación Iglesia y Estado, sino que se configuró un anticlericalismo puro y duro.
En segundo lugar, estos gobernantes republicanos pata negra no se comportaron como demócratas, consideraron que solo ellos lo eran por ser republicanos, no lo eran en cambio otros que procedían de otros orígenes, la democracia cristiana, por ejemplo, como fue el caso de Gil Robles y la CEDA. Hoy diríamos que estos liberales y socialistas, aun los moderados, como Azaña y Prieto, solo consideraban demócratas a aquellos políticos republicanos antimonárquicos, confundiendo lo que era una forma de gobierno con una ideología.
Los partidos que obtuvieron mayoría para formar Gobierno en las elecciones de 1933 —a pesar de que estaban presididos por el radical Lerroux, el republicano más histórico— no fueron considerados legítimos gobernantes de una república y de ahí el golpe de Estado de Companys en Barcelona y la sublevación minera de Asturias. La República eran ellos, no entendieron lo que era una democracia.
Además, esto se desarrollaba en un clima social de fuerte confrontación, con una UGT pronto radicalizada y una CNT dispuesta a la vía revolucionaria. A partir de octubre de 1934, tras la ruptura interna del PSOE, las posibilidades de un enfrenamiento militar no podían ignorarse y a partir de las elecciones de febrero de 1936 el clima político empeoró mientras los gobernantes republicanos pata negra parecían no hacer caso al sangriento golpe militar que desde hacía tiempo se estaba preparando
Si algo positivo tuvo esta lamentable historia, fue que en la Transición, tras la muerte de Franco, unos y otros, reformistas y rupturistas, aprendieron la lección del fracaso de la República. El 18 de julio de 1936 tuvo lugar un golpe de Estado militar y violento contra las instituciones democráticas: la legitimidad estaba sin duda de parte de los republicanos y no de los llamados nacionales. Pero la inteligencia política de quienes tenían esta legitimidad había sido muy escasa casi desde el mismo 14 de abril, o quizá desde el día siguiente, hoy hace 90 años.