Querer gozar de los beneficios más sofisticados del civismo democrático pero sin empeñar en su comprensión y su gestión política el mínimo esfuerzo tiene un nombre, que encierra un diagnóstico aciago: decadencia.
De los últimos comicios celebrados para configurar el próximo Parlamento europeo pueden sacarse diversas lecciones, algunas más bien depresivas y otras algo esperanzadoras. La escasa participación en los comicios (o la alta abstención, como prefiera decirse) ha sido el aspecto negativo más generalmente subrayado. Del desinterés o la desinformación de los votantes se ha culpado, cómo no, a los políticos. Se consolida así uno de los tópicos más inatacables y perezosos de nuestra época, según el cual la ‘gente de a pie’, el pueblo llano, rebosa buena intención e innata sabiduría pero suele pervertirse por culpa de los políticos, que estropean con sus enjuagues y mentiras la armonía del mundo. En el País Vasco lo oímos constantemente: ‘A ver si se ponen de acuerdo’, ‘¿Qué hacen los políticos?’, etcétera. Como si quienes no ocupan cargos políticos (porque por lo demás en democracia ‘políticos’ somos todos) fuesen ángeles de desprendimiento y fraternidad, mientras que los políticos con mando en plaza (elegidos y reelegidos por esos ‘angelitos’) vinieran a ser marcianos llegados en un platillo volante para invadir la Tierra y controlar nuestras mentes.
Es probable que los candidatos que se presentaban a las elecciones no hayan explicado bien lo específicamente europeo de su compromiso (entretenidos como estaban en disputas de campanario) pero ¿acaso puede asegurarse seriamente que en la era de Internet, con cientos de libros y periódicos al alcance de todos, por no hablar de otros medios audiovisuales, la mayoría de los ciudadanos carecen de información sobre Europa, sus instituciones y los valores e intereses que en ellas se ponen en juego? Quien lo deseara podía informarse sobre estas cuestiones tan fácilmente como sobre las alineaciones, estrategias y resultados de la Eurocopa… y no conozco a nadie que pueda quejarse de pocas noticias sobre tan trascendental acontecimiento deportivo, aunque no haya venido ningún entrenador a casa a explicarnos las jugadas.
Claro que para ilustrarse sobre cualquier tema hacen falta ganas y eso es por lo visto lo que faltaba. ¿Culpa exclusiva de los políticos que no nos ‘motivan’? ¿No tienen entonces ninguna responsabilidad los ciudadanos de nuestros países, los más civilizados y desarrollados del mundo, que disfrutan de todos los privilegios pero no están dispuestos a asumir ninguna molestia ni iniciativa para defenderlos? ¿Con qué cara pediremos entonces vocación democrática a naciones de otros continentes, mucho más castigados que el nuestro por los rigores de la miseria y la ignorancia? Querer gozar de los beneficios más sofisticados del civismo democrático pero sin empeñar en su comprensión y su gestión política el mínimo esfuerzo tiene un nombre, que encierra un diagnóstico aciago: decadencia.
Claro que el mal de la decadencia cívica europea se debe a la visión cerradamente nacionalista (a mí sólo me interesa defender lo mío y ver cuánto puedo sacar de los demás), dolencia padecida tanto por los Estados constituidos como por quienes aspiran a fragmentarlos en estadillos aún más infranqueables. Supongo que este mal es cosa de los políticos, desde luego, pero también de cierto tipo de educación, de ciertos medios de comunicación, de ciertas actitudes clericales y en general de todo lo que exacerba los particularismos y celebra los egoísmos más descarados e insolidarios como muestras preciosas de la diversidad cultural. Hay desinterés por Europa porque se desconfía de cuanto abre y compromete nuestras burbujas convivenciales, es decir, porque se abomina de lo que implica de un modo u otro el deber de compartir.
Hace muchos siglos, en los albores de lo que sería luego Europa, el viejo Heráclito dijo que los durmientes permanecen cada cual en su mundo privado e inaccesible a los demás, acariciando sus propias fantasías y leyendas masturbatorias: sólo los despiertos viven en un mundo común y compartido. Desgraciadamente, a los ciudadanos europeos nos está costando demasiado despertar.
Fernando Savater, EL CORREO, 10/7/2004