José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
José Luis Ábalos perpetró una de sus más elusivas intervenciones al expropiar a Chaves y Griñán, ambos expresidentes de la Junta de Andalucía del PSOE, de su condición de socialistas
Hay algo más indecente que la propia corrupción: justificarla o restarle trascendencia. No son escasos los teóricos de la política pragmática que se refieren a la “corrupción admisible” (lo que los anglosajones denominan ‘honest graft’), que sería aquella de baja intensidad que permite engrasar voluntades sociales y electorales, la que cofinancia a los partidos políticos y la que crea discretas redes clientelares. El urdidor de esta tesis tan laxa fue George Plunkitt (1842-1924), jefe de la maquinaria demócrata en Nueva York. Este hombre hecho a sí mismo trataba de combinar el interés público con el suyo y el de su partido.
Plunkitt entendía, y lo hacía sin reproche, que era lícito utilizar información privilegiada para, por ejemplo, adquirir solares en los que luego se erigirían edificios, obteniendo pingües beneficios de los que hacía participe al partido. En su concepción, este tipo de trapicheo estaba justificado por el hecho de que la democracia se basa en el correcto funcionamiento de los partidos y que estos requieren de dinero para funcionar eficazmente y servir a lo que él denominó “glorioso país”, en referencia a Estados Unidos. En el fondo de esta concepción del ‘honest graft’, late la perversa convicción de que, con corrupción cero, los partidos políticos no podrían funcionar, ni las sociedades progresar.
En la venialidad con que en España se ha considerado la corrupción política se explica la holgura moral con la que la propia sociedad —también afectada por unos niveles de corrupción privada que compiten con la pública— atenúa, matiza y discrimina determinadas conductas corruptas.
Solo cuando intervienen los jueces y tribunales, los responsables de los muchos delitos en los que se subsume la corrupción (malversación, prevaricación, falsedad) quedan apartados de la ‘tribu’ partidaria y, como ocurrió el pasado martes con los responsables políticos andaluces condenados en la sentencia de los ERE, pierden hasta su biografía en la organización en la que ostentaron los cargos más relevantes.
José Luis Ábalos perpetró una de sus más elusivas intervenciones al expropiar a Manuel Chaves y a José Antonio Griñán, ambos expresidentes que fueron del PSOE, de su militancia socialista, aludiendo estrictamente a su anterior condición de dirigentes de la Junta andaluza. Otros, tozudamente, se proclamaron fedatarios de la ‘honradez’ de los más duramente condenados, y muchos más están cometiendo la indecencia cívica (también moral) de distinguir la corrupción ‘mala’ de la ‘buena’.
Aunque ambas reprochables, lo es más la del PP, porque no es una expropiación de fondos públicos que se socializa, sino que va a los bolsillos de los corruptos y, una parte, a la financiación del partido. La ‘buena’ sería la del PSOE andaluz de los ERE porque, aun siendo reprobable, ha comprado una sedicente “paz social”, aunque desviando cientos de millones a empresas, organismos privados y a los llamados ‘intrusos’ (beneficiarios individuales de ayudas públicas que no les correspondían) que constituían ‘grupos de interés’ del socialismo en los que apuntalaban el régimen clientelar que comandaron.
Este sectarismo trata de inyectar sedación en vena a la sociedad para que juzgue con benignidad un caso de corrupción —el de los ERE— que, por razones de cantidad desviada, como por el tiempo durante el que se practicó el expolio (10 años) y, en fin, por el encumbramiento institucional de quienes prevaricaron y malversaron, supone un capítulo negro en la reciente historia del Partido Socialista, que ya acumula otros muy graves.
Ante el impacto de la sentencia de los ERE —que podría afectar a la formación del Gobierno, ahora en ciernes—, se está elaborando el relato (otra vez el relato) según el cual la desviación de centenares de millones por la Junta de Andalucía entre 2000 y 2009 debiera considerarse como una variante de los ‘buenos’ latrocinios consumados por el legendario Robin Hood. La realidad es que no hay corrupción ‘buena’ y ‘mala’.
Todas sus formas son igualmente rechazables y punibles, y la comparación, además de odiosa, es miserable. Por otra parte (y ahí está la disolución de CDC por Artur Mas), los partidos políticos representan un ‘continuum’ histórico. O en otras palabras: su pasado pesa sobre el presente y aquí no cabe el recurso bíblico de que los hijos no han de pagar por los ‘pecados’ de los padres. Marcas partidarias ha habido en muchas democracias que no han podido levantarse de su postración tras un caso extraordinario de corrupción de sus antiguos dirigentes.
Las corrupciones sonadas en nuestro país —que tanto debilitan la conciencia moral colectiva y restan reputación, estima y respeto a la clase política— son gravísimas y tanto lo son las del PP como las del PSOE, siendo la que acaba de afectar a los socialistas que estuvieron al frente de la Junta andaluza tan repugnante como otras, sean sus finalidades las de retener y disfrutar el poder o la del enriquecimiento personal.
La narrativa de Robin Hood, a la que es proclive la izquierda, siempre infectada de superioridad moral, para atenuar y ‘contextualizar’ sus errores morales o políticos, es una mercancía teórica averiada que rebaja temerariamente los niveles de exigencia ética e incurre en el populismo al apelar a recursos sentimentales y emotivos, buscando una excusa absolutoria ante sus electorados.