José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • No es comprensible que las sentencias sobre corrupción y la infracción de la Constitución en la pandemia no hayan provocado un ‘casus belli’ democrático en los medios

Anne Applebaum (1964. Washington) recibió el pasado martes de manos de Felipe VI el premio periodístico Francisco Cerecedo en su 38ª edición, otorgado por la sección española de la Asociación de Periodistas Europeos. En su discurso de recepción del galardón, la autora de ‘El ocaso de la democracia’ (2021 Debate), ensayista de largo recorrido y columnista de periódicos anglosajones de acreditada reputación y ahora redactora de ‘The Atlantic’, advirtió de que «la denigración del periodismo también puede provocar que la ciudadanía ignore las pruebas de la corrupción o de los delitos. De hecho, no es casualidad que la corrupción, la autocracia y la debilidad de los medios de comunicación vayan, tan a menudo, de la mano. Es mucho más sencillo salirte con la tuya cuando no hay prensa, no hay periodismo ni hay periodistas que revelen tus delitos. Los autócratas, y aquellos a quienes les gustaría serlo, lo saben muy bien». Y añadió: «La prensa independiente nunca ha estado en tanto riesgo». 

La ganadora del premio Pulitzer (2003) por el relato —verdaderamente espectacular— titulado ‘Gulag’, no se dirigió a humo de pajas a un auditorio atento a sus palabras. Applebaum sabe que en España tenemos un grave problema político y social como otros países que ha visitado —entre ellos, el nuestro— y que conoce bien. En España los medios de comunicación tuvieron un papel imprescindible en un período crucial de nuestra historia reciente, pero atraviesan ahora por otro lúgubre e irrelevante. Es consolador pero reduccionista achacar a la tecnología y a las insuficiencias financieras la disrupción perniciosa que se ha producido en el trayecto histórico que en la democracia han desempeñado los medios como palancas de contrapoder. La realidad remite también a otras causas perversas: el propósito de los poderes sociales y políticos de neutralizar el sistema mediático —privado y público, este tanto por la izquierda como por la derecha— procurando la simbiosis de estos con las opciones ideológicas que se plantean ferozmente enfrentadas.

La estructura del poder —la visible y la que lo es menos— ha conseguido que los medios se hagan tan tribales como los partidos; que asuman el sectarismo con rutinaria naturalidad; que oculten noticias a conveniencia de determinados intereses y que sobredimensionen arbitrariamente las que erosionan a los adversarios. La nueva autocracia en el mundo occidental aparenta modales democráticos, pero encierra un taimado propósito totalizador que pasa por la neutralización del periodismo, asaltado por la intrusión a través de las nuevas puertas giratorias que franquean el paso, sin solución de continuidad, de la política a un pretendido ejercicio de análisis periodístico. No creo que los lectores precisen de mayores concreciones al respecto.

Desde esta perspectiva —y por lo que a España concierne en este tiempo histórico— no es comprensible que las sucesivas secuencias de corrupción económica de políticos y partidos —ahora del PP de Rajoy y Aguirre, antes de la CDC de Pujol y Más, previamente la del PSOE y, en ciernes judiciales, otras que podrían afectar a Podemos— no susciten una indignación que se materialice en decisiones punitivas que depuren la vida pública nacional de una manera fulminante una vez se han dictado sentencias concluyentes.

Tampoco es entendible que el Tribunal Constitucional haya tumbado nada menos que los aspectos más sustanciales de la cobertura jurídica con la que el Gobierno y el Congreso de los Diputados ampararon la restricción de libertades ciudadanas durante la pandemia y la forma de gestionarla —mediante una general e ilegal delegación en las comunidades autónomas en el segundo estado de alarma— sin que se haya producido un auténtico escándalo que sancione con un juicio muy severo al Ejecutivo que infringió tan burdamente la Constitución y a un poder legislativo incapaz de rectificar la tendencia iliberal de este Gabinete de coalición. Los medios —demediados— no han convertido estos fallos judiciales en un auténtico ‘casus belli’ democrático. Por el contrario, los han digerido sin la más mínima pesadez de estómago editorial.

La corrupción política cleptómana y la que infringe la más elemental corrección en la aplicación de las leyes, desmontan el Estado porque —aunque los jueces, tribunales y el órgano de garantías constitucionales tratan de reponer las normas incumplidas o mal aplicadas— el resultado final es una especie de aluminosis jurídica y política porque los valores intangibles de la convivencia que ampara el sistema democrático liberal se deterioran y, al hacerlo, se desestructuran y desmontan las reglas de compromiso de las distintas instancias sociales y políticas. Cuando, como ocurre en España, pueden perpetrarse, con mínimas consecuencias, corrupciones económicas y políticas desde el poder como las que están demostrando los jueces y el Tribunal Constitucional, es que algo funciona mal.

La estructura del poder —la visible y la que lo es menos— ha conseguido que los medios se hagan tan tribales como los partidos 

La clave de la cuestión es la tendencia autocrática del poder —aquí y en otros países— que, además, viene cortejada por la mediocridad de una clase dirigente extractiva que en términos de preparación y solvencia está por debajo del nivel de la propia sociedad española. En ese panorama, el rol democrático de los medios —tal y como denunció hace unos días Anne Applebaum— ha capotado casi sin que la mayoría de los editores se hayan percatado de que enfilan su futuro hacia la insignificancia. Muchos medios y periodistas están eludiendo la reflexión crítica sobre este fenómeno de estrechamiento de nuestra responsabilidad social. Debemos enfrentarla porque ya no es un problema sectorial sino la expresión de un fenómeno general y perverso: el populismo, las políticas iliberales y, en definitiva, lo que la periodista premiada este año con el Francisco Cerecedo ha denunciado como «la seducción del autoritarismo».