La esencia de la Autodeterminación de Género no es del todo nueva; estaba ya en el zapaterismo. Entonces se llamó ‘Ley Reguladora de la Rectificación Registral de la Mención Relativa al Sexo de las Personas’ (Ley 3/2007 de 15 de marzo). Quería la tradición que de estos asuntos se encargara una vicepresidenta. Entonces fue Mª Teresa Fernández de la Vega.
Recordarán los lectores algunos lances heroicos, como la ocasión en que el feminismo oficial dobló el pulso a la RAE, que le afeaba la mención a ‘la violencia de género’ en un informe que redactó Antonio Muñoz Molina y que proponía como título más apropiado ‘Ley Integral contra la Violencia Doméstica o por razón de Sexo’. La razón es que ‘género’ es una traducción inadecuada de ‘gender’, un anglicanismo que diría la vicepresidenta actual. El género español es solo gramatical, mientras gender significa, además, sexo. Apenas recibido el informe de la Academia, la vicepresidenta se lo filtró a la prensa amiga y las feministas de Moncloa se encargaron de organizar el agitprop.
Ahora le tocaba a la vicepresidenta Calvo reivindicar su competencia y así decía hace un par de años: “El feminismo no es de todas, no bonita, nos lo hemos currado en la genealogía del pensamiento progresista, del pensamiento socialista”. Lo que la vice no acertó a valorar es que el feminismo se lo disputaba la ministra de Igualdad, novia entonces del vicepresidente Iglesias. Nadie supuso que Irene Montero le iba a quitar la competencia y la merienda a Carmen Calvo, salvo tal vez Nicolás Redondo en los primeros pasos de la coalición: “si jugamos a Podemos gana Podemos”.
Ha sido una pelea de gatas por la autodeterminación de género, reivindicada por Podemos y criticada por los socialistas, que en principio no estaban de acuerdo con lo que la marquesa llama graciosamente ‘la despatologización’, que sea la mera expresión de voluntad del aspirante al cambio, sin dictamen médico, ni testigos, ni proceso de hormonación. Al final, lo de esta gente es resolver cuestiones tan complejas con un tópico coloquial (vivo atrapado en un cuerpo equivocado), con un diagnóstico probablemente inadecuado: el interesado no es quizá la persona más adecuada para decidir si el error está en el cuerpo o en la cabeza.
La ninistra se expresó con el silencio hacia su contendiente, mientras se deshacía en elogios hacia el ministro de Justicia y salpicó toda su intervención con al menos dos docenas de referencias a ‘las personas LGTBI y las personas trans’, los tópicos coloquiales que le son tan próximos (techos de cristal, suelos pegajosos) y una declaración de intenciones que rebosaba cursilería, definiendo por dos veces el objetivo principal del Gobierno: “garantizar la felicidad de las personas”. “La felicidad, ja, ja, ja, ja”, cantaba Palito Ortega. El ministro Campo se ratificó en el objetivo de todo Gobierno que se precie: “llevar la felicidad a la sociedad a la que sirve”, al tiempo que solucionó el lapsus de Montero al reconocer el papel, fino, selecto y competencial de la vicepresidenta 1ª. Los socialistas se han comido disciplinadamente sus críticas. Veremos si lo hace también el feminismo tradicional que se ha manifestado por la dimisión de Irene, esa gran virtuosa en lo que Lidia Falcón llamaba ‘el engrudo ideológico de género’.