Iñaki Arteta Orbea-La Razón
- La mitad de los jóvenes no saben quién fue Miguel Ángel Blanco
En los últimos años, son ya tantas y tan evidentes las corrientes de información que se esmeran en confundirnos que parece real lo que no lo es y al revés. Es todo tan relativo que ¿quién sabe? Tantas opiniones, todas tan aparentemente doctas, tan inquietantemente envolventes. Cualquier cosa puede ser y todo perfectamente defendible. Sin ir muy lejos, en nuestro país, «¿Matar está bien? ¿matar está mal?: es todo según se teorice», comentaba en mi última película un terrorista convertido en profesor. «¿Es justo o injusto? Yo creo que son términos muy relativos que no llevan a nada. Son muy personales». Cada cual vive su película personal. La sensación de vivir en una enrevesada serie de ficción se apodera de nosotros: lo increíble de muchas decisiones políticas en los últimos tiempos supera los niveles inventivos de los guionistas más voluntariosos.
Las víctimas del terrorismo se manifiestan en la calle. Lo ideal, lo mas sano, sería que nunca hubieran tenido que manifestarse, lo que hubiera significado que el Estado y todos los españolitos de a pie les habríamos atendido debidamente. Es decir, que hubiéramos enjaulado con toda la ley disponible a sus atacantes, a los informadores de sus atacantes y por supuesto a los jefes de sus atacantes. Y además, hubiéramos logrado anular radicalmente el macro proyecto de la banda. O sea: que no existiera la más mínima duda acerca de la derrota al terrorismo. Una pena, estas son tramas para la pura ficción, no una realidad.
Así que está muy bien que, en la calle y con su libre expresión, las víctimas rompan el silencio, la pasividad social, que se nos despierte del letargo post terrorista. Que no es paz, que es letargo. Que no es paz, es impunidad. Que se les está regalando paz y tranquilidad a quienes no la merecen. Que se están regalando segundas oportunidades.
Parece que un oculto complejo de inferioridad nos impide expresar en voz alta la justa reivindicación de hablar del horrible pasado con nombres y apellidos, hablarlo para que los jóvenes sepan de ello.
Observemos el malestar de las víctimas. La falta de justicia. El triste sentimiento de traición. La percepción creciente de que las leyes gozan de una infinita elasticidad que permite todo, incluso favorecer a quienes les agredieron, convirtiendo eso que entendemos como democracia en algo interpretable, discutible.
Los verdugos tienen la suerte de cara favorecidos, además, por interesadas y asumidas interpretaciones sociales de la bondad y la convivencia.
En ese misterioso lugar de España que es el País Vasco, las víctimas lo tienen aún peor. Mientras la gente continúa sin hablar en libertad, el poder local nacionalista lo apuesta todo a que los niños sean adoctrinados con su versión de por qué pasó lo que pasó, reescribiendo la historia para librarse de su dudosa implicación.
Ya quedan pocos asesinos múltiples por integrarse en sus «cuadrillas» del pueblo. Allí se reencontrarán con amigos íntimos que apoyaron a la banda siendo informadores, chivatos, que no pisaron ni pisarán la cárcel y que ahora, además de organizarles el recibimiento debido, les apoyarán para que disfruten de la vida que merece un luchador por la patria.
Mientras, en las terrazas del resto del país, en mesas repletas de cañas, ya no se hablará apenas, para no enturbiar la felicidad naïf de nuestros hijos, de «aquello» del terrorismo. Una monumental desgana social terminará llevándose por delante a la adormecida sociedad civil española y, de paso, la salud de nuestra democracia.
«La violencia más destructiva para una sociedad no es un acontecimiento aislado, por terrible que sea, sino un proceso continuo de destrucción», Ervin Staub.
«Ya no hay víctimas de segunda o de tercera, sois todas de primera», repite el político vasco al mando de las políticas de convivencia y tal y tal. Que bien traducido, sería: Todas las víctimas sois iguales y debéis continuar siempre iguales, igual de calladas, que para eso os damos este ramo de flores.
El ambiente de ficción ha ido instalándose en nuestro país sin darnos cuenta. ¿Sin darnos cuenta? Más de la mitad de los jóvenes españoles no saben quién fue Miguel Ángel Blanco.
El único horizonte de esperanza está en el despertar de la sociedad española, en ser consciente de que la experiencia frente al terrorismo, el reconocimiento de las consecuencias de su pésimo final, más la constantemente ejemplar actitud de las víctimas, contienen las enseñanzas más precisas y relevantes del aprendizaje cívico (de lo que se debe o no hacer) que debería ser nuestro legado para la próxima generación.