IGNACIO CAMACHO, ABC 15/09/13
· El proselitismo secesionista triunfa ante la atonía de un sistema político nacional que no le ha ofrecido resistencia.
El nacionalismo no es una ideología sino un sentimiento, y España ha perdido en Cataluña la batalla de los sentimientos por dos razones: porque no se puede luchar contra un mito y porque nadie lo ha intentado siquiera. La izquierda porque vive seducida aún por el ficticio relato de los pueblos cautivos; la derecha porque ante la oleada soberanista se ha encogido creyendo que es mejor no excitar pasiones; y las élites intelectuales y de la empresa porque simplemente han preferido ponerse de perfil y evitar el señalamiento de ir a contracorriente. A consecuencia de esa inhibición general la independencia se ha abierto paso con la fuerza emocional de una leyenda y el vigor de una esperanza frente a una nación sin proyecto.
Al menos la secesión constituye en sí mismo un horizonte, aunque sea un horizonte de fuga. Sin nadie que combata sus falacias, discuta sus premisas y cuestione sus invenciones históricas, los nacionalistas han impuesto una hegemonía doctrinal y política que domina la atmósfera civil tapando con su alharaca propagandística la evidencia de una fractura social. Una fractura cierta pero aún invisible porque el miedo, el apocamiento o la timidez impiden que aflore la queja.
La reivindicación independentista ha triunfado, o está a punto de hacerlo, ante la atonía de un sistema catatónico que no ha encontrado, ni tal vez buscado, respuestas con las que compensar el crecimiento emotivo de la secesión ni su potente proselitismo fantasmagórico. Camuflada en el vaporoso «derecho a decidir», la autodeterminación ha tomado posiciones estratégicas en la sociedad catalana mediante la imposición de un marco mental clave: España es la culpable de los problemas de Cataluña. Ni dentro ni fuera de la comunidad ha encontrado ese simple argumentario la refutación adecuada; excepción hecha del corajudo discurso de Ciutadans, la defensa dialéctica de las virtudes de la unidad ha perdido por incomparecencia. Y ahora sólo queda como ultima ratio la legalidad constitucional, que para muchos catalanes abducidos por el sueño secesionista es sólo un mecanismo formalista y artificial destinado a encorsetar su autoproclamada legitimidad soberana. No sólo es que haya faltado pedagogía: es que ha dimitido el coraje.
Y puede que incluso tampoco vaya a haber la necesaria cohesión a la hora de defender el marco jurídico de la nación española. La tibieza acomplejada del PSOE amenaza de fragilidad la respuesta legal, esa a la que el Gobierno jamás debería haber esperado. Y la simple negociación financiera ya no va a aplacar una crecida emotiva que se sabe arrolladora; a lo sumo puede servir a Rajoy y al propio Mas para ganar un poco de tiempo dilatorio. Pero el problema catalán ya no es una cuestión de tácticas electorales sino un conflicto entre España y sus demonios, entre la épica de unos sentimientos desbordados y la lógica de una razón desasistida.
IGNACIO CAMACHO, ABC 15/09/13