La fuerza del Estado (1)

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 11/01/14

Nicolás Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros

· Creo que en algún artículo anterior ya he afirmado que en España equivocamos un Estado fuerte con un Estado autoritario. Nuestra historia reciente nos escarmienta ante la fuerza de «la Administración», y nuestro sempiterno individualismo -que a mi juicio tiene connotaciones negativas y no debemos confundir con el liberalismo-, refuerza la desconfianza ante el poder público, frecuentemente arbitrario y sin las limitaciones institucionales propias de países con larga tradición democrática.

Así, la suspicacia, característica transversal de la sociedad española, domina la vida pública, las relaciones del ciudadano con las administraciones y las que mantienen entre ellos en el ámbito privado. En consecuencia hemos pasado de administraciones arbitrarias a administraciones empeñadas en demostrar lo contrario, y a una sociedad que exige alternativamente dureza o claudicación sin cuento o, mejor para no ofender oídos castos, contemporización sin límite, según la realidad social golpee las conciencias.

Desde esta perspectiva se pueden entender las suaves penas impuestas a los terroristas de ETA, los subterfugios posteriores de la denominada doctrina Parot, rechazada contundentemente por el Tribunal de Estrasburgo, inhábil para comprender las componendas internas, y la reacción posterior de una parte de la sociedad española, incapaz de saber a qué carta quedarse. El sentimentalismo que algunos achacan con fruición a la socialdemocracia española es otra característica de nuestra sociedad que, superados los límites impuestos por las leyes, oscila de un extremo a otro con una facilidad incomprensible.

En este ambiente explosivo, mezcla de desconfianza y sentimentalidad, los gobiernos terminan renunciando a su responsabilidad y parapetándose en jueces, instancias europeas o en un destino adverso e indomeñable, recogido en aquella significativa exclamación de Felipe II: «Yo no mandé mis naves a luchar contra los elementos».

Ejemplos de todo esto son el Tribunal Constitucional, en su momento responsable directo y único de una política antiterrorista que el Gobierno nunca quiso hacer suya por miedo a la reacción popular; el político de turno trasladando la responsabilidad de una decisión o la solución de un problema a la Unión Europea; la justificación de poderes externos e inalcanzables como los causantes de la crisis económica, sin prestar atención a la mixtura de prodigalidad individual, irresponsabilidad pública, gangsterismo económico… y la firme voluntad de no poner a las personas adecuadas en los puestos de máximo compromiso, apostando más por la seguridad que dan las viejas amistades.

Algo de todo esto sucede con el reto del nacionalismo catalán. Vicens Vives criticaba a los catalanes su menosprecio y crítica continua al Estado, que mezcladas con una invencible capacidad simplificadora («desdeña cuanto ignora») y con un complejo de superioridad, da como resultado un nacionalismo español, que puede ser catalán o vasco según se localice geográficamente.

¡Sí! Los nacionalismos periféricos, aún con la extrema necesidad de diferenciarse de todo lo español, se construyen con los vicios más acusados de nuestra historia común (ya en su extravagante postrimería vital Bergamín se instaló en el País Vasco en los años 80 para vivir más intensamente las esencias de la «españolidad»). Y todo se desarrolla según nuestras costumbres ancestrales. Ellos desconfían de un Estado ineficiente y débil, lo encumbran a responsable de todos sus males y un lastre para sus expectativas, por otro lado nunca confirmadas por la realidad -es cierto que la sociedad catalana, sus clases dirigentes, han intentado con fuerza y entusiasmo ser algo, pero indefinido e ignorado por ellos mismos; se han afirmado más en contra de España que en sus propias energías-.

La ley y lo ilegal cohexisten

Por nuestra parte, históricamente hemos oscilado entre la represión de una realidad compleja y una aceptación acrítica de los sentimientos reivindicativos de los nacionalistas, correspondiendo a su complejo de superioridad con uno de inferioridad paralelo.

Algunos ejemplos de este comportamiento podemos encontrarlos en Azaña, ingenuo en sus tiempos opositores y político angustiado cuando su responsabilidad era de gobierno, o en Zapatero, tan bienintencionado como prisionero de la fortaleza intelectual de un criptonacionalismo incrustado en el socialismo catalán. Pero tal vez el mejor exponente de nuestra incapacidad para resolver los problemas que denominamos territoriales fue el discurso de Ortega en las Cortes de la II República, cuando sólo pudo proponer que supiéramos «conllevar» el contencioso catalán, reconociendo, creo yo, la debilidad del Estado español y nuestro fracaso colectivo; constituidos en República o Monarquía, ha dado igual.

Hoy cuando la paradoja se adueña de la vida pública, cuando pueden coexistir contradicciones flagrantes sin alarmar a nadie, notamos como el Gobierno esgrime la ley, con retórica estricta, y se apresta a dialogar con el presidente de la Generalitat, que amenaza con llevar adelante una consulta ilegal. La ley y lo ilegal coexisten como nunca lo harían en países de nuestro entorno, y sería el momento de romper ese equilibrio rechazando cualquier dialogo bajo amenazas de ilegalidad, sin que le condicionen al Estado cantos de sirena o jeremiadas apocalípticas.

Estaríamos entonces ante un Estado fuerte pero no autoritario, legitimado para buscar soluciones al problema que plantean los nacionalistas catalanes, alejadas del coyunturalismo de los que proponen la resignación de conllevar y de los que optan por remedios imperecederos; soluciones entre la ley y su responsabilidad, entre lo que nos une y lo que nos diferencia, entre lo que ellos quieren y nosotros deseamos, entre la participación en la aventura europea dentro de España y el aislamiento albano, entre la claridad de lo razonable y la oscuridad tempestuosa de los sentimientos. ¿Lo verán nuestros ojos?

Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad.

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 11/01/14