En su libro La España Musulmana, Claudio Sánchez Albornoz historia la peripecia ejemplar de algunos jueces. Entre ellos, aquel que se negó a inhibirse en la causa que concernía a un favorito de Al-Hakam alegando que los demandantes habían probado su derecho y no cabía marcha atrás. Si al emir le apetecía anular una sentencia ajustada a justicia, podría hacerlo, desde luego, pero ateniéndose «a otros motivos». No lo hizo. Digerido el lógico entripao, aquel nieto de Abderramán El Justo, padre de la dinastía Omeya de Córdoba, concluyó que, para que exista justicia cierta, el poderoso también debe someterse a sus dictados, por muy amigo que sea del Trono. Al dar su brazo a torcer, Al-Hakam lo hizo persuadido de que sólo así la gente tendría confianza en la Justicia a la hora de acudir a ella para dirimir sus pleitos y pendencias.
Este pasaje del viejo manual de Sánchez Albornoz le da una pátina histórica al valor y la integridad moral que están mostrando determinados jueces, sin más armas que la ley, frente al golpe de Estado promovido por los independentistas en Cataluña. Como muestra de su infatigable labor, ahí está el último auto del juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, por el que el viernes procesaba por rebelión a los trece cabecillas, encabezados por el prófugo Puigdemont, de esta sublevación. Un levantamiento que compara implícitamente con la asonada del 23-F de 1981, cuando una compañía de guardias civiles comandados por el teniente coronel Antonio Tejero secuestró el Congreso.
Estos valerosos jueces no sólo han coadyuvado a conjurar que «el Estado de derecho se rindiera a la determinación violenta de una parte de la población que amenazaba con expandirse», como remarca la citada resolución, sino a evitar la tentación del Gobierno y de algunas fuerzas políticas para que, una vez sofocada esta «actuación criminal», se zanjara con un armisticio que hiciera que los hechos se tuvieran por no ocurridos.
De acuerdo con ese proceder, tras la aplicación de un artículo 155 de mínimos con el exclusivo objetivo de convocar unas elecciones, la cuestión se daría por finiquitada, y pelillos a la mar, ignorando la gravedad del envite y de que se trata de un proceso en marcha, como resalta Llarena. Es más, ayer mismo el presidente del Parlamento, Roger Torrent, se autoerigió en líder de la nueva fase, al promover un «frente unitario» (obviamente, separatista) al que se sumaron los comunes de Colau, perdiendo definitivamente la máscara el uno y los otros, si es que ésta no es el verdadero rostro de su impostura.
Ciertamente, el 155 ha dejado incólume muchos resortes del poder independentista, incluyendo el pago de las nóminas de partícipes en el golpe, hasta engallarse alguno de esos petimetres con el mismísimo Rey de España. Conviene no echar en saco roto que los preparativos del alzamiento –como enumera Llarena– se han llevado a cabo a la luz del día y con gran relumbrón mediático, por más que los que debían atajarlos mirasen para otro lado o, cual avestruces, enterraran la cabeza bajo tierra figurándose que, por no ver la realidad, ésta no iba a verlos a ellos.
Los planes secesionistas han estado encima de la mesa, a la vista de quien quisiera verlos, al igual que la carta robada del célebre relato de Allan Poe. Pero, si aquel prefecto de París precisó del perspicaz Dupin para toparse con la evidencia de que la epístola sustraída reposaba sobre la mesa del despacho, y no en ningún escondrijo de imposible acceso, otro tanto ha acaecido con los jueces que han hecho honor a su oficio y a los que se puede extender aquel elogio con el que Churchill encomió el heroísmo –«Nunca tan pocos hicieron tanto por tantos»– de los intrépidos pilotos que libraron la Batalla de Inglaterra contra la todopoderosa Luftwaffe y que salvaron a su país de la invasión de la Alemania hitleriana.
No es el caso exclusivo del Llarena Solitario, como hiperbólicamente le ha bautizado el «cipotudo» de Jorge Bustos en este diario, pues esta vez ha habido jueces en Barcelona y Madrid, a la altura de aquel berlinés que hizo historia poniendo en su sitio al intocable Federico el Grande de Prusia. Ante órdagos de este calibre, cualquier juez que se precie de las puñetas que porta en la bocamanga de su toga nunca se plantea si debe apechar o no con un embolado, sino cómo afrontarlo con garantías y con aprecio al Estado de derecho, cuya salvaguarda tiene encomendada en última instancia.
Aunque a la Justicia se la represente con los ojos vendados, no quiere decir que sea ciega como para no advertir el juego que se trae entre manos el separatismo catalán. Pareciera, en cambio, que los que se hubieran puesto una venda hubieran sido los representantes políticos. Incluso en las jornadas más tórridas en las que la cruda realidad se abría paso como el café hirviente por el colador de tela.
Muchos disparates (y lágrimas) se habrían ahorrado si el artículo 155 se hubiera dispuesto el mismo día que Artur Mas firmó el decreto de convocatoria de la consulta soberanista del 9 de noviembre de 2014 y se hubiera empleado en suspender el proyecto en marcha. En vez de ello, se optó por hacer la vista gorda con la condición de que los convocantes no sacaran los pies del tiesto como inevitablemente ocurrió y podía discernir cualquier hijo de vecino con los pies en el suelo (o no habite en la Moncloa). Huyendo de unos males se incurrieron en otros mayores. De esos polvos vienen estos lodos.
Para colmo, cuando parecía despejado el temor a un apaño, se encendieron muchas alarmas esta misma semana. Con un Gobierno acuciado por la perentoriedad de que se interrumpa cuanto antes la aplicación del 155 a fin de que el PNV dé su venia para aprobar los Presupuestos del Estado, produjo sobresalto el giro copernicano que el nuevo Fiscal General del Estado, Julián Sánchez Melgar, imprimía a la estrategia seguida hasta ahora por el ministerio público con relación a los insurrectos encarcelados.
En un estreno de aúpa, éste enmendó la plana a su antecesor –el malogrado José Manuel Maza– y a los cuatro fiscales de Sala del Tribunal Supremo. Lo hizo al pedir, por su cuenta y riesgo, la libertad provisional para el ex consejero del Interior catalán, Joaquín Forn. Lo hacía, además, en base a una enfermedad que no consta en parte alguna y que ni siquiera manejaron los abogados del interesado.
Volvía a hacerse presente el fantasma del sometimiento de la Fiscalía a las conveniencias de cada momento del Gobierno. De hecho, recordaba a película ya vista con los etarras De Juana Chaos y Bolinaga, excarcelados a cuenta de su estado de salud. No obstante, el propósito torticero del Fiscal General de liberar a Forn quedó en nada, al sufrir el revolcón de la Sala de apelación del Tribunal Supremo. En ocasiones como ésta, la Fiscalía resulta más un misterio que el ministerio público que es (y debiera ser).
Al conocer el varapalo y quedar como la chata ante sus subordinados, Sánchez Melgar debió empalidecer hasta adquirir la tonalidad de la nieve. Todo ello, probablemente, por dar gusto a un Gobierno que, ciego como gato recién parido, quiso forzar la mano como en el póker para sentar al PNV en la mesa de la firma de Presupuestos. De no hacerlo antes de junio, adiós a los Presupuestos y una complicación añadida al nublado horizonte electoral del presidente Rajoy, pues difícilmente podría llegar en esas condiciones al 2020 como pretende sin ir antes a las urnas. Cuando el Estado parecía haberse olvidado de su propia fuerza como el elefante de Kipling a base de no ejercerla, lo que ha dado alas al independentismo, los jueces han actuado como resorte de un Estado al que nadie, fuera de una situación revolucionaria, puede ganarle un pulso de esas dimensiones, salvo que sus gobernantes declinen voluntariamente de su deber.
Tenía toda la razón del mundo la jefa de la oposición, Inés Arrimadas, en su gran catilinaria de ayer contra los secesionistas, cuando enfatizó el error de bulto de éstos de creer que se enfrentaban a Rajoy, haciendo trizas y público escarnio de los mandamientos judiciales, y no al Estado de derecho de una democracia consolidada en la Europa del siglo XXI. Pero apelar a la reflexión del iluminismo nacionalista es tanto como pedir peras al olmo.
Lo cierto es que «la nave de los locos» conducida por los capitostes del separatismo catalán, como aquella que pintara el genio indubitable de El Bosco y que simboliza la estupidez de los hombres, se ha desvencijado al chocar contra el rocadal del Estado de derecho. Justo cuando esta nao creía haber alcanzado puerto seguro en la idealizada Ítaca.
Es lo que ocurre a quienes se empeñan en ver lo que quieren ver cuando casi nunca lo que se quiere ver se corresponde con la realidad de las cosas. Contrariamente a quienes imaginaron que la Ilustración acabaría por hundir la nave de los locos, ésta no desaparece con el progreso, sino que avanza con él. Calamitosos tiempos éstos, sin duda, en los que los locos siguen guiando a los ciegos como antaño.
A los ciegos o a esos «cráneos deformados», a los que se refería Agustín de Foxá, tras visitar aquella exposición incaica donde observó con horror cómo los rudos turbantes habían alterado aquellas cabezas de indios expuestas al público. La tétrica visión le hizo concluir, no obstante, que esas desfiguradas testas no eran nada comparado con los millones de hombres que andan por el mundo con el cráneo vendado. Son las víctimas de una propaganda capaz de determinar quiénes son héroes y quiénes villanos, o de convertir a capricho a bandoleros en guerrilleros. Precisamente el nacionalismo se ha mostrado sumamente hábil en el manejo de ese valioso instrumento de manipulación.
Por eso, antes de proclamar verdades que se presentan como definitivas, habría que debatir los asuntos dos veces por lo menos, como hacían los godos, o sea, primero borrachos y después, pasada la borrachera. Quizá de este modo se evitaran investiduras tan estrambóticas como la que, con nocturnidad y alevosía, perpetró el jueves el presidente del Parlamento catalán, Roger Torrent, luego refrendado con el mitin que dio ayer desde su sitial de privilegio.
Todo lo dispuso para que Turull pudiera declarar al día siguiente ante el juez Llarena como President, si bien la farsa terminó como el rosario de la aurora, al romper los antisistema de la CUP el bloque independentista. Éstos volvieron a echarse al monte del que nunca se bajaron y al que han arrastrado a todos los que fiaron su suerte a ellos, dictando sucesivamente los destinos de Mas, Puigdemont y Turull, cuya desolación transmitía tener plena conciencia de que asistía a su velatorio.
Mientras éste entonaba su oración fúnebre, en forma de aparente programa de gobierno, la republicana Marta Rovira preparaba las maletas de su huida de la Justicia, presentando su acto de cobardía como una hazaña épica, cuando se suma a los que saltan del barco como ratas después de haber provocado la peste en su interior. No en vano, al oponerse a que Puigdemont convocara elecciones como tenía decidido, ella misma precipitó histéricamente la aplicación del 155 al que Rajoy se resistía como gato panza arriba.
Ahí se resume la saga/fuga de un nacionalismo que ha hecho de Cataluña un infierno donde sus ciudadanos tratan de sobrevivir, bien llegando a ser parte de él hasta que dejen de percibirlo como tal, bien identificando a quienes son parte del infierno y separarse de ellos, refugiándose en su particular Tabarnia, cuyo presidente en el exilio, Albert Boadella, aún con sus provocaciones de cómico, actúa con mayor seriedad y solvencia que quienes hacen aquello que nunca se debe hacer en política: el ridículo. El actual infierno catalán parece corresponderse con uno de unos bruscos estallidos que periódicamente asolan a Cataluña, sin resolverle nunca nada a ella, pero poniendo en vilo a España.
En todo caso, esta larga escapada camino de ninguna parte no ha acabado. A este respecto, se confunden aquellos que den por muerto el proceso. Difícilmente puede acabar lo que se ha encostrado en un pueblo que –oh paradojas– fue el que más respaldó la Constitución –el 91,09% de votos favorables–, pero que se entregó a aquellos que se pusieron a demoler la Carta Magna tan pronto como jubilaron a un Tarradellas al que algún iluminado quiso ingresar en un psiquiátrico. No en vano el ser humano es tan estúpido que, a veces, se deja fascinar por quienes le maltratan, por muchos jueces que velen porque no sea así e incluso lo hagan con diligencia y apremio, sabedores del viejo adagio que dice eso de «justicia, retardada, justicia negada». Algo que sabían aquellos otros jueces inmemoriales historiados por Claudio Sánchez Albornoz.