La función de las barreras lingüísticas

LIBERTAD DIGITAL 11/03/16
CRISTINA LOSADA

Al saber que la Universidad de Valencia ha puesto como condición sine qua non para ser profesor allí el dominio de la lengua valenciana pensé de inmediato en Malasia. El de Malasia es el caso más extremo que conozco de imposición de requisitos lingüísticos en todo el sistema educativo para favorecer a un sector de la población, perjudicar a otro y evitar, de esa manera, la competencia. Hay obvias diferencias con la decisión de la universidad valenciana, igual que con decisiones similares en otras autonomías, pero como el caso de Malasia es extremo permite ver cómo funcionan y para qué se establecen, en realidad, los condicionantes lingüísticos.

En Malasia, las disparidades en la capacidad emprendedora y la prosperidad de sus diversos grupos étnicos condujeron en 1965 a la expulsión de Singapur. La Constitución garantizaba la supremacía política de los malayos autóctonos, al dar mayor peso al voto de las zonas rurales que al de las urbanas, pero ese desequilibrio no fue suficiente para acabar con la preponderancia económica de la población de origen chino. Los primeros conflictos se saldaron, así, con aquella insólita renuncia de un Estado a una parte de su territorio. Aunque la historia no acabó ahí. En los años posteriores los gobiernos malayos adoptaron un conjunto de medidas para reducir las diferencias de resultados entre los autóctonos y la población china que no se trasladó a Singapur.

Dos de ellas fueron decisivas: dar preferencia a los autóctonos en el empleo gubernamental y del sector privado y cambiar los requisitos y el idioma del sistema educativo. Del inglés, que había sido el idioma de la enseñanza, se pasó al malayo, y el acceso a las universidades dejó de estar vinculado al rendimiento personal. Los efectos de esos cambios se notaron con rapidez. Los estudiantes de origen chino e indio, que conseguían los mejores resultados y copaban las licenciaturas en materias científicas y técnicas, tuvieron dificultades en el nuevo sistema y empezaron a marchar a universidades de otros países. Incluso alumnos de secundaria iban a estudiar a Singapur, donde se seguía estudiando en inglés.

Cierto. Ni en la comunidad valenciana ni en ninguna otra tenemos nosotros un conflicto entre grupos étnicos como en Malasia, pero la función de los requisitos lingüísticos es análoga a la que cumplieron allí. El propósito inconfesado es garantizar que quede en manos de «los de aquí» todo el empleo relacionado con la administración autonómica, incluido el de sectores muy dependientes de las subvenciones, como la cultura y los medios, por ejemplo. Naturalmente, una parte de «los de aquí» estará encantada con este proteccionismo, se sumará con entusiasmo a la instalación de nuevas barreras y contribuirá a la elaboración del discurso político y cultural que legitima el cierre, sea en nombre de las singularidades, el hecho diferencial, la lengua y la cultura propias o hacer país.

En el sector público propiamente dicho hay puestos para los que será razonable requerir el conocimiento de las dos lenguas cooficiales, pero establecer de manera generalizada, como condición sine qua non, el dominio del valenciano, el catalán, el gallego o el euskera tiene un efecto, y pienso que es un efecto deseado: dificultar el acceso de «los de fuera». En la universidad ese efecto resulta especialmente perjudicial. Perjudicial para la calidad universitaria, porque cierra la puerta a la competencia y, por ende, a la excelencia. Siempre, claro, que la prioridad de una universidad sea la de contar con el mejor profesorado posible, y no la de llevar la endogamia al más localista de los extremos.

En Malasia, las políticas de preferencia ni siquiera beneficiaron a la gran mayoría de los autóctonos. Sólo favorecieron a un cinco por ciento de esa población, a los que ya pertenecían a las capas más prósperas, según los estudios que cita Thomas Sowell en La discriminación positiva en el mundo. Y la marcha de los mejores estudiantes provocó a la larga una falta de personal cualificado en ámbitos científicos, médicos y técnicos que obligó a modificar la política lingüística a finales de la década de los 90. En las autonomías españolas, por ahora, no se aprecia signo alguno de marcha atrás en esa clase de políticas. Continuamos avanzando en la creación de cotos cerrados, y con los ojos bien cerrados para no ver las consecuencias.