Editorial de EL MUNDO
SI HAY algo que no se puede permitir un ministro del Interior es perder la confianza de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. En este sentido, la trayectoria de Fernando Grande-Marlaska se está revelando como una profunda decepción, especialmente en lo tocante a Cataluña. Este periódico ya informó de la bronca que el ministro del Interior le montó a la cúpula de la Guardia Civil por no haberle informado como él creía que debía ser informado de la operación contra los miembros de los grupos radicales que estaban fabricando explosivos. Un magistrado de la Audiencia Nacional, por mucho que al meterse en política asuma una obediencia partidista, no debería olvidar el principio democrático de la separación de poderes. La actuación del juez García Castellón contra los llamados Comités de Defensa de la República (CDR) no requería el visto bueno de un ministro para llevarse a cabo: el Instituto Armado se limitó a cumplir su deber con profesionalidad ejemplar.
Lo grave es que Marlaska se muestra reincidente. Como publicamos hoy, la cúpula de Interior ha considerado «inoportunas y poco idóneas» las palabras del general Pedro Garrido en Sant Andreu de la Barca. El máximo responsable de la Guardia Civil en Cataluña pronunció un discurso impecable en defensa del orden constitucional. Además de aplaudir la última actuación del Instituto Armado contra los CDR censuró la mentira de la revolución de las sonrisas, que enmascara «odio y mezquindad capaces de generar destrucción y sufrimiento». Y reafirmó su firme compromiso de trabajar por la libertad y seguridad de todos los ciudadanos.
Ya es patético que unas palabras tan puestas en razón generen malestar entre los Mossos, que decidieron abandonar el acto en señal de protesta. Semejante actitud, unida a la dimisión hace unos días del jefe de la policía autonómica por desavenencias con Quim Torra y su anunciado desacato, no augura nada bueno con vistas a la voluntad política y capacidad operativa necesarias para sofocar la reacción que el separatismo presumiblemente desplegará tras la sentencia del 1-O. Pero que sea el propio ministro del Interior –cuyo líder anda inmerso en una campaña que se promociona bajo el lema de «Ahora, España»– el que se escandalice ante el compromiso ineludible de la Guardia Civil con su misión resulta bochornoso para los propios agentes, que en Cataluña viven sometidos a una presión social y política que pretende su expulsión de la comunidad autónoma.
Los servidores del orden público que se exponen por la seguridad de todos los españoles no se merecen ser mandados por alguien que se avergüenza de su firmeza. El compromiso con la ley nunca es inoportuno; si acaso se hace más pertinente cuando la amenaza del desorden se aproxima. A no ser que a Marlaska le importen más la conveniencia política y el cálculo electoralista.