Ignacio Camacho-ABC
- Los criminales de guerra, los que disparan o los que dan las órdenes, saben que la justicia es sólo para los perdedores
Retumba en la masacre de Bucha un eco de Katyn y de Sbrenica. Con menos muertos, es obvio, pero la vileza del crimen de guerra no se mide en cifras: su iniquidad es intrínseca, connatural, cualitativa. Fosas improvisadas, civiles asesinados con las manos atadas, testimonios de una revancha ejecutada con espíritu genocida. Habrá más porque no hay guerra limpia salvo en la fantasía de ciertos estrategas educados en la honorable asepsia de los valores de la milicia. Y como esa violencia proporcionada, caballerosa, casi deportiva, no existe más que en la teoría se inventaron los tribunales internacionales en un intento civilizado de hacer justicia y ofrecer una leve, tardía reparación a las víctimas. Sin embargo los criminales, tanto los que disparan como los que dan las órdenes, saben que en los banquillos de esas solemnes cortes sólo se sientan los perdedores. Que si ganan o conservan el poder saldrán incólumes y en vez de condenas les colgarán medallas en el uniforme. Que los tratados de paz están llenos de salvaguardas y excepciones.
Las atrocidades de Ucrania -como las de Chechenia, Georgia o Siria- sólo podrán ser juzgadas cuando Putin caiga. Hipótesis lejana. Por ahora ni siquiera es posible adoptar represalias tajantes ni medidas drásticas. No mientras media Europa dependa de la energía que Rusia le sigue vendiendo mientras mata. Las sanciones económicas tienen efecto, sí, y la nación agresora sufre una recesión que durará bastante tiempo. Pero a ningún autócrata le ha importado nunca gran cosa el bienestar de su pueblo, y en todo caso ya estaba calculado ese riesgo. El amparo, la complicidad de China le ofrece oxígeno financiero y canales de comercio. Y la amenaza nuclear, el razonable miedo a la posibilidad verosímil de un salto de escala en el orden bélico, hace el resto. El régimen ruso puede aguantar la presión de fuera y se siente sólido dentro. Que espere La Haya. Incluso hasta que el sátrapa se muera de puro viejo.
Quizá lo de Bucha pueda servir de entrenamiento para digerir la desazón moral que nos aguarda cuando las armas callen y la contienda, al menos oficialmente, acabe. Porque al alivio por el cese del derramamiento de sangre sucederá la irritación ante la falta de castigo a sus responsables. Las tropas invasoras no se retirarán de Ucrania sin quedarse al menos con una parte y además es improbable que la negociación admita reclamaciones penales. Y entonces las democracias biempensantes tendrán que decidir si tienen determinación y coraje para seguir aplicando a Rusia un tratamiento aislante. Tal vez convenga ir acostumbrándose a asimilar la constatación amarga de la impunidad de las matanzas. Lo llamarán ‘real politik’, o flexibilidad pragmática, o cualquiera de esos eufemismos que inventa el sofisticado lenguaje de la diplomacia. Y habrá que tragarse el espanto, la consternación, el desaliento y la rabia.