Miquel Escudero-El Imparcial
A propósito de la devolución de España a los españoles que efectuaron el rey Juan Carlos y el presidente Adolfo Suárez, el filósofo Julián Marías escribió una frase inolvidable que estampó en uno de sus libros sobre la España real. Se estaba posibilitando con plena conciencia lo que es sano y natural de la condición humana, algo que en nuestro país había sido reprimido de raíz: la libertad, el sistema de libertades. Entre nosotros se había implantado la no-libertad, dado que los españoles no éramos gobernables, no estábamos hechos para la democracia y tendíamos al libertinaje de forma imparable.
Escribió Julián Marías:
“Y la libertad empezó a germinar y brotar, como brota la hierba en los tejados y en las junturas de las losas de piedra”.
Esa devolución no podía hacerse de la noche a la mañana y sin serios obstáculos: era el tránsito a una democracia liberal de una dictadura de casi cuarenta años de duración (surgida de un golpe de Estado y de una guerra civil, donde en ambos bandos se hicieron mil barbaridades, y que nunca decretó el final de la contienda).
La Transición llevó el sello fundamental de un abogado, hijo y nieto de militantes de Izquierda Republicana, católico y adscrito al Movimiento Nacional, que supo ascender en el régimen del 18 de julio. Tras ser nombrado presidente del Gobierno por el Rey, Adolfo Suárez desplegó un estilo que asombró a todo el mundo por su liberalidad y por su respeto al adversario. Ni una sola mala palabra a nadie, ni un desdén, al contrario: él los recibía impasible el ademán. Era lo nunca visto en la España oficial. Esto escoció y sigue escociendo cuando se rememora. La ultraderecha (Fuerza Nueva y franquicias del búnquer) lo odió a más no poder. La derecha recelaba cuando no lo detestaba por clasismo, tanto económico como intelectual. La izquierda lo descalificaba de entrada por su procedencia azul, y no tardó en sentir temor por el carisma que mostraba entre la gente corriente. La ultraizquierda ni se fijaba en él. Los separatistas eran indiferentes a su persona, sólo era el representante del Estado a batir.
Con todo eso encima, el imperturbable Suárez se mostraba sonriente con gravedad: “El supremo saber es hacer de los enemigos amigos”. Esta fue la clave. Lo supo hacer en un grado suficiente para que triunfara la operación de establecer la democracia, siguiendo estas dos pautas: 1) De la ley a la ley, a través de la ley y 2) Elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es plenamente normal.
Esa frase de supremo saber: hacer de los enemigos amigos, se encuentra en las Migajas sentenciosas de Francisco de Quevedo (1580-1645); una sección de aforismos incluida en sus obras clasificadas como filosóficas. Años después, buceo de nuevo en ellas y recupero estas otras frases:
“Sólo el que manda con amor es servido con fidelidad”. Esto no siempre es así, por desgracia.
“Vale un buen amigo más que cien parientes”. No tengo duda de ello.
“Al que desprecias con tu negligencia y descuido, más poderoso lo haces”. Creo que es cierto, no hay enemigo pequeño.
“Un hombre ofendido, si tiene humos de honor, siempre está cavando en soldar su afrenta”. Es la fuerza del rencor.
“El saber ser ignorante a su tiempo es la mayor prudencia (…) Todos se conjuran contra el que más sabe; o es envidia o defensa de la ignorancia”. A menudo es mejor hacerse el tonto, no entrar al trapo y hacerse cargo de la fuerza de la envidia (una de las llamadas cuatro pestes del mundo, junto a la ingratitud, la soberbia y la avaricia), que es un mirar con malos ojos.
En Virtud Militante, obra póstuma de Quevedo que apareció seis años después de su muerte, se encuentra una frase a la que accedí gracias a Julián Marías: “La envidia está flaca porque muerde y no come”. Y que prosigue de forma elocuente con estos dos párrafos:
“Sucédela lo que al perro que rabia. No hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena la entra de los dientes adentro. No hay invidioso que confiese que lo es, y que no se queje de que lo invidian. No quiere ser lo que es, y quiere que los otros sean lo que no son.
Ninguno invidia en otro la virtud; proposición que sacaré de paradoja, mostrando la verdad manifiesta. Invidian al virtuoso no la virtud: invidianle la alabanza que le dan, la paz de que goza, el crédito que tiene, el respeto que le tienen”.
Concluyamos con otra migaja de Quevedo, es misteriosa y da que pensar: “El amor a la patria siempre daña a la persona”.