Pedro Insua-El Español
Decía el gran historiador portugués Oliveira Martins en su Historia de la civilización ibérica que en la historia no hay enemigos, sino muertos.
Creo que este es un buen criterio para definir el campo de la historia, en efecto, y distinguir cuándo nos encontramos ante un relato histórico (es decir, verdadero, por cuanto que remite a una realidad pasada) o, más bien, ante uno ideológico-político que nos remite a una pugna presente y que utiliza la historia como justificación.
Si invertimos la frase, me parece un criterio bastante firme para determinar lo que es historia y lo que no.
Cuando en el relato que quiere pasar por histórico se habla de enemigos en lugar de muertos, entonces es que, en efecto, ya no se puede hablar de relato histórico. Aunque quien lo construye quiera colarlo como tal.
Cuando además aún no ha pasado el suficiente tiempo como para que la dialéctica amigo/enemigo se diluya, entonces será más fácil. Habrá mayor tendencia (tendenciosa) a hablar de enemigos y no de muertos.
La Guerra Civil española, desde cuyo final no han pasado ni 90 años (con algunos protagonistas de los acontecimientos aún vivos y, si no, sí sus hijos y nietos), es un auténtico campo de batalla ideológico político en el que la historiografía no ha neutralizado, ni mucho menos, y así se refleja en ella, la dialéctica amigo/enemigo.
En este sentido, la historia de la Guerra Civil, en buena medida, está por escribir. Porque nadie cuenta como víctimas a muertos, sino a enemigos de un bando o a enemigos del otro.
No sé quién decía que una guerra civil dura, en realidad, cien años (que supongo es el tiempo en el que se produce cierta desconexión generacional: nadie, salvo en familias nobles, sabe apenas nada de la línea de sus bisabuelos hacia atrás). Pero la nuestra es una guerra que se prolonga en la historiografía y que no deja de actualizarse políticamente, al identificarse los hunos con un bando y los hotros con el otro.
En cierta corriente historiográfica se ve en las izquierdas a los culpables (Francisco Largo Caballero, Indalecio Prieto) de la Guerra Civil, que no aceptaron la victoria de la derecha en el año 33.
En la otra corriente historiográfica, la culpabilidad se sitúa en la derecha fascista, que puso fin a la democrática Segunda República con el golpe de Estado del 36.
Son corrientes que no hablan de causas o factores, sino de culpas y responsables.
De este modo, la tendenciosidad en ambas corrientes, que más que historiográficas son prolongación de las actuales corrientes ideológicas, distorsionan completamente la realidad histórica de los acontecimientos asociados a la Guerra Civil. Y también la Segunda República, como marco político en el que se desarrolló esta guerra.
Últimamente, con el auge de Vox, se ha impuesto en determinados círculos (casi asumida como indiscutible) la versión que fija la responsabilidad, o sea la culpabilidad, de la guerra en la izquierda.
Suponen que este bando, con un proyecto revolucionario en su programa, quería subvertir el orden democrático para sacar adelante sus fines, encontrándose tan sólo con una oposición, la de la derecha parlamentaria, siempre pusilánime y timorata (maricomplejines, que dice aquel).
Pero es que resulta que las derechas, y sus representantes, no eran esas almas cándidas jobianas, según la imagen que de ellas se quiere dar en esa versión, sino que su carácter subversivo (en cuanto al orden establecido) era tan activo como lo era en el otro bando. Aunque, naturalmente, la subversión tuviera otra dirección y otro sentido.
En una revista llamada el Argonauta Español, Eduardo González Calleja (autor todo lo tendencioso que se quiera) publicó un artículo, de gran interés, llamado Los discursos catastrofistas de los líderes de la derecha y la difusión del mito del “golpe de Estado comunista” (2016). En él se recoge una amplia referencia antológica de los discursos de los principales líderes de la derecha (José María Gil Robles, José Calvo Sotelo), cuyo perfil, atendiendo a esos discursos (dados en el Parlamento, pero también en mítines recogidos después por la prensa), encaja muy mal con ese molde angelical (maricomplejines) que de ellos se perfila desde aquella otra versión.
Como botón de muestra vamos a traer aquí un discurso de Gil Robles (septiembre de 1933). Quizás el más conocido, pero no desde luego el único (hablando Calvo Sotelo en otras ocasiones en parecidos términos), y que dice así:
Proyectemos ahora una mirada hacia el porvenir (…). Nuestra generación tiene encomendada una gran misión. Tiene que crear un espíritu nuevo, fundar un nuevo Estado, una Nación nueva; dejar la Patria depurada de masones, de judaizantes… (Grandes aplausos) (…). Hay que ir a un Estado nuevo y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! Para eso nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios de nadie. Necesitamos el Poder íntegro y eso es lo que pedimos. Entretanto no iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo (Aplausos). Llegado el momento el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer (Aplausos) (…). Llamo, eso sí, a todos, cuanto mayor número mejor, para terminar esta primera tarea de frenar y liquidar de una vez la revolución.