Cuando nos enfrentamos a la posibilidad de que la pesadilla de ETA termine, es el momento de decir que esta vez sí, la Historia tiene que dar ocasión a que se haga la justicia; y que, para satisfacción de los derechos de sus víctimas, los terroristas han de afrontar en toda su integridad las penas a las que fueron condenados.
Fue Stefan Zweig quien, al evocar los terribles acontecimientos que rodearon a la persecución y asesinato de Miguel Servet, ejecutado por los esbirros de Calvino en la ciudad de Ginebra, observó que «la Historia no tiene tiempo para hacer justicia». La historia, en efecto, señala el autor vienés, no se rige por criterios morales ni se detiene en la consideración de los hombres «que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder». Y concluye que estos son, sin embargo, «los verdaderos héroes» sobre cuya existencia destrozada se construye «un mundo que sólo ve los monumentos de los vencedores».
La reflexión de Zweig es pertinente para valorar las insinuaciones y propuestas que, en los últimos días, con el pretexto de que ETA no ha logrado cometer nuevos crímenes desde hace un año, se han vertido desde el nacionalismo vasco. Así, se ha especulado acerca de la posibilidad de que esa banda terrorista entrara en un nuevo período de tregua. Y como corolario de esas especulaciones, se ha sugerido que el gobierno de la nación debería prestarse a una negociación con ella. Con la tosquedad que le caracteriza, el cesado presidente del PNV, Xabier Arzalluz, lo ha hecho en tono sarcástico y más bien insultante al cuestionar la capacidad del presidente Zapatero para llegar a convenir el final de ETA. Por su parte, el lehendakari Ibarretxe, obviando el alma traidora de la que hizo gala con ocasión del acuerdo de Lizarra, ha evocado la particular interpretación peneuvista del Pacto de Ajuria Enea según la cual ese final sólo puede ser fruto del diálogo con los asesinos. No obstante, su consejero de Interior, gran virtuoso en el cultivo de la dialéctica y, por ello, capaz de afirmar una cosa y su contraria sin solución de continuidad, ha puntualizado que, aunque «no cabe abrir una negociación política con un delincuente, …en una situación absolutamente consolidada de abandono de la violencia, habrá que hacer determinados movimientos, previamente consensuados entre los agentes políticos». Y, para remachar la idea, Josu Jon Imaz, con una frase llena de valores implícitos cuya significación nunca llegará a estar clara, ha sentenciado que «hay que hablar con seriedad, …hay que alcanzar un acuerdo nacional democrático en este país para que viva un escenario democrático definitivamente».
Quienes así se expresan, no tardarán en sugerir -y seguramente en exigir- la rehabilitación política de los terroristas a través del ejercicio de medidas de gracia o de una amnistía más o menos encubierta. Señalarán entonces que ya en el pasado se refirieron a ellos como idealistas tal vez descarriados que, en ningún caso, cabía asimilar a delincuentes, pues al fin y al cabo sólo mataban por un ideal patriótico. Y, muy probablemente ayudados por algún conspicuo izquierdista convencido de que el nacionalismo sublima la expresión del progreso, invocarán la razón de Estado para dar por definitivamente acabado -y olvidado- el conflicto del que surgió todo. No habrá en ese momento argumento moral que pueda evitarlo. No se recordará que, como señaló hace ya muchos años, Jacques Monod, ni el destino ni el deber del hombre «están escritos en ninguna parte» y que, por ello, cada uno «puede escoger entre el reino y las tinieblas». Y se obviará cualquier mención a las víctimas de esos asesinos.
Son estas últimas -las víctimas- quienes, sin embargo deberían ver cómo, en una hipótesis así, prevalece su derecho. Y ello, en esencia, porque el mal que han sufrido es irreparable. Lo es, en efecto, de manera radical, la muerte, pero también las lesiones que muchos heridos deben soportar durante el resto de su vida; y lo es el daño psicológico que producen unos hechos de imposible aceptación para cualquier persona que albergue un mínimo sentimiento de empatía con sus semejantes. Pocas veces se menciona a este respecto que la investigación académica española ha dejado bien establecido que, entre todas las víctimas de delitos violentos, son las que se han visto enfrentadas a actos terroristas las que mayor probabilidad tienen de experimentar algún trastorno psiquiátrico; que esa probabilidad es alrededor de cuatro veces más elevada que la que se registra, como promedio, para el conjunto de la población; y que su valor, aunque decreciente con el transcurrir del tiempo, se mantiene muy alto hasta incluso pasados veinte años del momento en el que se produjo el daño.
Además, las víctimas del terrorismo afrontan una experiencia de frustración con respecto a sus victimarios, pues no pueden albergar un sentimiento de perdón hacia ellos. Tal impedimento se deriva del hecho constatable de que, con muy pocas excepciones, los terroristas jamás se arrepienten de sus delitos. Un destacado estudioso de este asunto, Luis Rojas Marcos, ha señalado que lo que les caracteriza es la falta de compasión, pues «no sienten el dolor ajeno, no tienen remordimiento ni sentido de culpa». Y, por ese motivo, son de imposible rehabilitación, pues las personas que al llegar a la juventud no han adquirido «la capacidad de compasión y de culpa, no pueden aprenderla», siendo entonces merecedoras sólo del castigo.
Fue Primo Levi quien, después de sobrevivir al universo concentracionario, otra de las experiencias radicales del mal, mejor ha sabido expresar la única demanda que, en ausencia de perdón, puede satisfacer a la víctima. En Los hundidos y los salvados, después de confesar que «nunca he perdonado a nuestros enemigos … porque no sé de ningún acto humano que pueda borrar una culpa», reclama escuetamente: «pido justicia».
La justicia es, en efecto, la reivindicación esencial de las víctimas del terrorismo. La justicia hace imposible el olvido del daño causado y, sobre todo, de su iniquidad, pues señala que no se corresponde con ninguna culpa o merecimiento por parte de quien lo ha sufrido. La justicia restituye así la memoria colectiva de la sociedad con respecto a aquellos de sus miembros que, inesperada y gratuitamente, fueron alcanzados por quienes aspiran a deshacer el orden democrático amedrentando a todos. La justicia es también manifestación de la verdad; una verdad que no por simple es menos radical: la que señala que ninguna razón, ningún argumento o situación, justifica el mal que causa el terror. Por todo ello, cuando ahora nos enfrentamos a la posibilidad de que, pasadas más de cuatro décadas desde su inicio, la pesadilla de ETA termine definitivamente, es el momento de decir que esta vez sí, la Historia tiene que dar ocasión a que se haga la justicia; y que, para satisfacción de los derechos de sus víctimas, los terroristas, en cumplimiento de las leyes que nos hemos dado, han de afrontar en toda su integridad las penas a las que fueron condenados.
Mikel Buesa, catedrático de la Univ. Complutense de Madrid. ABC, 2/7/2004