Carlos Herrera-ABC
El prestigio de la institución se ha labrado a lo largo de 138 años, y puede desmoronarse si no siguen los criterios de la Fiscalía
A lo largo de estas horas se espera el escrito de la Abogacía del Estado sobre el preso Junqueras y la decisión del tribunal de Luxemburgo que afectaba a una cuestión prejudicial y que venía a decir que había que haberle dado permiso para recoger su acta. Las presiones del Gobierno, como pueden imaginar, están siendo persistentes: de lo que se trata es de encontrar un valiente que firme una resolución que complazca a la gente de ERC. Una resolución que se enmarque en el arco que va de pedir su puesta en libertad a dejar las cosas como están, es decir, de mojarse a favor de los intereses del partido del Gobierno o de permanecer fiel a la defensa de la ley.
Consideremos algunos argumentos previos: la Abogacía del Estado, por muy abogado particular del gobierno que algunos consideren que es, no está obligada por ley a seguir las directrices del ministro de Justicia o del presidente del Gobierno. Puede opinar de forma contraria a los intereses particulares de individuos que están de paso, aunque muestren, como muestran, mucho encono en la plasmación de sus deseos al precio que sea. Si la Abogacía hace, a lo largo de estas horas -incluso cuando se esté publicando este suelto- una alegación a favor de la libertad de los presos, o de uno de ellos en concreto, es que ha tragado con las directrices políticas ordenadas desde el poder. Cosa que, ni que decir tiene, preocupa enormemente al colectivo por la deriva reputacional que acarreará esa decisión. La Abogacía del Estado, y eso lo sabe bien el colectivo, debe manifestar independencia de criterio y actuar en la defensa del Estado y del interés general, comprometiéndose a cada momento con la ley y con España. No necesariamente con un aventurero irresponsable que pone en jaque al Estado por sus aspiraciones personales. En virtud de ello no se puede ceder a las pretensiones de unos condenados que están en prisión y que elaboran, uno tras otro, postulados coactivos desde la cárcel.
El prestigio de la institución se ha labrado a lo largo de 138 años, y puede desmoronarse en el caso de que no sigan los criterios de la Fiscalía. De no hacerlo, un auténtico temporal caerá sobre ellos. Es de esperar que entiendan que si actúan exclusivamente por salvar su cargo y, en virtud de ello, ganan los pelotas a los independientes, van a sacrificar a un colectivo que vive, fundamentalmente, del prestigio, no del dinero que ganan. Su retribución, lo sabemos, es variable, y por tanto pueden castigarte si tienes criterio propio; pueden cesarte, vilipendiarte… pero hay límites de decencia que no pueden depender solo del futuro personal de algunos miembros de la carrera. Si me lo permiten: es mucho más importante ese prestigio que los intereses circunstanciales de un insensato aventurero sin escrúpulos como Sánchez.
Ese Sánchez y su mariachi gubernamental no ha salido a los medios a defender el prestigio de la Justicia española, de la misma manera que no ha salido a defender al Rey ni se ha atrevido a no admitir los trágalas; el sujeto más indeseable de los que han poblado la política española ha cedido a la tentación de negociar con condenados y en ningún momento ha considerado oportuno que la muy sectaria y pastueña ministra de Justicia saliera a hacer pedagogía acerca del auténtico alcance de la sentencia europea, que en ningún momento exime a los reos del delito cometido. Ese silencio vergonzoso, junto al ruido sordo de las presiones sobre los abogados del Estado, hace pensar que deberíamos temernos lo peor. Este artículo, no obstante, y con todo respeto, apela a la independencia y decencia de señoras y señores que se han dejado lo mejor de sus vidas en convertirse en miembros de un colectivo esencial.