ABC 01/08/16
IGNACIO PEYRÓ, PERIODISTA Y ESCRITOR
· «De la Restauración al 78, los momentos moderados han sido los más fecundos para la Historia de España. Es la hora de convertirla en la nueva normalidad»
GAUTIER vio a España como «el país de la igualdad», Havelock Ellis habla de nuestro país como «la tierra del romanticismo» y el viajero Ford no deja de alabar la «altiva independencia» de su pueblo llano. En la lotería de los caracteres nacionales, los españoles no hemos salido del todo malparados: puestos a posar ante el mundo, quizá haya peores cosas que hacerlo como gentes apasionadas y libérrimas, si acaso un punto levantiscas. De hecho, en la celebración o en el vituperio, nuestra épica nacional –tan arrumbada estos días– y nuestra leyenda negra comparten no pocos ingredientes. Reconquista y conquista, inquisidores y liberales, guerrilleros y maquis: para bien y para mal, extranjeros y españoles hemos coincidido en juzgarnos como un país de individualidades exaltadas y celosas. Irónicamente, a lo largo de los siglos hemos podido pasar por los más sobrios y graves de Europa –pensemos en tiempos de los Austrias– y también, desde el cliché decimonónico, como los más vitalistas y cascabeleros. El tutti-frutti de los tópicos, sin embargo, nunca nos ha concedido la atribución de moderados.
Quizá sea injusto, pero no es inexplicable. Hoy como ayer, la moderación tiene más enemigos que incentivos. Con su nostalgia de verdades fuertes, las nuevas sacudidas populistas tienden a preterir ese «donoso escrutinio» que conlleva toda intelección de lo real en nuestras sociedades complejas. Las dinámicas de la opinión pública digitalizada, por su parte, turboalimentan el fenómeno, al estimular lecturas y respuestas de índole emotiva y –en consecuencia– achicar espacios a los matices de la razón. Es así que se prima la argumentación paquidérmica en lo que debiera ser conversación cívica. Hay radicalización y ruido. Será que en tiempos de excesos –escribe Troy– es difícil esperar políticas de moderación.
Por supuesto, el descrédito de los moderados no es de ahora. Podemos incluso trazar –en la margen izquierda como en la derecha– una tradición con frecuencia humillada, en todo lo que va de Jovellanos a José Castillejo. Hay ahí el suficiente martirologio para pensar –si el sonrojo no lo impidiera– que el sino del moderado español termina fatalmente en la mirada de lucidez melancólica que el propio Jovellanos mostró a Goya. Véase que, todavía hoy, la izquierda apenas considerará a los moderados más que en calidad de reaccionarios emboscados; en cuanto a la derecha más aguerrida, posee instintos bien adiestrados para detectar a los llamados «pasteleros» desde, precisamente, Martínez de la Rosa, «Rosita la pastelera». Transigir con la caricatura, en la práctica, implicaría reducir el espacio del centro-derecha a algo que no es: un redil ultramontano, una secta anarcoliberal, etc.
Si no es exclusiva de nuestros días, la suspicacia hacia el moderantismo tampoco es patente de nuestro país. Recordemos el escarnio de los llamados «wimps» en EE.UU., la indeseable condición de «wet» en tiempos de Thatcher. No es asunto menor: en Reino Unido, donde la política por tradición ha sido cuestión de «moratorias, transacciones y acuerdos», como escribió Taine, se acaba de llegar a decisiones tan alejadas de las artes del justo medio como el calamitoso Brexit o la convocatoria continuada de referéndums. Quizá la ruptura del pragmatismo británico sea una sorpresa mayor, pero los británicos no están solos: de Trump a Le Pen y de Austria a los Países Bajos, el moderantismo parece en bajamar a una y otra orilla del Atlántico.
Por eso es más categórico el contraste con las urnas del pasado 26-J en España. Ya en campaña hubo apelaciones al voto moderado, a «la España moderada», disputas entre partidos por los caladeros de la moderación. Si eso fue una buena noticia, el resultado iba a ser aún mejor: una apuesta por la institucionalidad y un tapón al populismo. De paso, también ofrecimos al mundo algo parecido a una lección: se puede frenar a los radicales, se puede reformar y no romper. Será que a veces no es tan mala la supuesta excepcionalidad hispánica. O será que habíamos soslayado esos correajes de moderación instintiva que –del 78 a esta parte– han guiado el voto de una sociedad que tampoco ahora se ha dejado embaucar por la radicalización expresiva.
Materia de hombres y no de ángeles, el propio carácter confrontacional de la política nos lleva a desechar cualquier tipo –justamente– de angelismo. Pero ese mismo espíritu de facción es el que hace de la moderación una virtud ciudadana necesaria. Al fin y al cabo, se necesita igual energía para la templanza que para el extremismo. Contra lo que dice el lugar común, los españoles no estamos condenados a ser «el mejor tipo de gente bajo el peor tipo de gobierno». De la Restauración al 78, los momentos moderados han sido los más fecundos para la Historia de España. Hoy también podemos volver a mirarnos con perfecta congruencia en el espejo de la moderación. Es la hora de convertirla en la nueva normalidad. La hora de los españoles apasionadamente moderados.