Manuel Cruz/José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
El jefe del Estado dispone de una indudable capacidad de neutralidad activa, es decir, ajena a intereses concretos, pero no indiferente a la suerte de las grandes políticas para facilitar la convivencia
Cuanta mayor es la intensidad social y política de un momento, mayor es el riesgo que corremos de que nos suceda aquello de lo que la sabiduría popular nos tenía advertidos desde antiguo, y es que los árboles (de la actualidad en este caso) no nos dejen ver el bosque (del contexto histórico más amplio). Pero si aspiramos, además de a entender adecuadamente lo que está ocurriendo, a acertar con lo que conviene hacer, se impone intentar asumir la perspectiva más amplia posible, distinguiendo, de entre la maraña de problemas con los que nos hemos de enfrentar, los de carácter coyuntural de los más estructurales.
Es evidente que la sociedad española registra un estéril estado de ánimo que consiste en una resignación escéptica y pesimista. Las reformas legales de diverso tipo que nuestro país necesita están encontrando enormes dificultades para abrirse paso, debido en gran medida a que el nuevo mapa político que se ha ido configurando en los últimos tiempos, aunque por un lado parece haber acabado con el bipartidismo hegemónico durante décadas, por otro ha acentuado, en cierto modo paradójicamente, la dinámica de bloques. Con el agravante de que las fuerzas periféricas que a menudo pueden decidir el signo de ese inestable equilibrio vienen emitiendo desde hace un tiempo señales inquietantes de su desinterés por estabilizar la situación.
Las reformas legales que España necesita encuentran enormes dificultades para abrirse paso, debido en gran medida al nuevo mapa político
Pero este estado de hechos en modo alguno ha de tener como desembocadura inevitable el derrotismo. Por el contrario, hemos de ser capaces de convertir los problemas que surgen de la convivencia de una sociedad dinámica y atravesada por las contradicciones de los tiempos convulsos que vivimos en oportunidad para reinventarnos y reformular, sin destrozar lo ya construido, soluciones y hallazgos que revaliden el éxito de la transición de la dictadura a la democracia.
También dichos nacionalismos tendrían que sentirse concernidos por la reformulación de nuestro pacto de convivencia. Porque no se trata de una exigencia que les venga de fuera, sino que brota de su propia condición de sociedades plurales, de comunidades heterogéneas. Su diversidad interna se corresponde con la de la propia España de tal modo que, no solo por lealtad a un proyecto común, sino también —y tal vez sobre todo— por cautela en la preservación de su propia convivencia, deberían incorporarse a una tarea reformista que evite las muchas frustraciones que generan las decisiones binarias y la extranjerización de una parte de sus ciudadanos que comparten identidades y afectos. Para todos esos nacionalismos, el panorama de las sociedades rotas por consultas que no hacen otra cosa que dividir y enfrentar, como la del Brexit, o el fracaso económico de Quebec deberían constituir motivos de severa reflexión.
Los países como España, de composición territorial plural, deben ir ajustando según los períodos históricos sus fórmulas de convivencia. La Constitución de 1978, con su espíritu de transacción, constituye la plataforma para una aproximación a las soluciones si optamos por cerrar el modelo autonómico con una amplia reforma del Título VIII, federalizando el Estado pero sin abrir un innecesario e incontrolable proceso constituyente. No habría que alterar los aspectos dogmáticos de la Carta Magna, pero sí reunir el cúmulo de reflexiones académicas y políticas sobre su reforma, elaboradas en los últimos años, para que nuestra ley de leyes se depure de anacronismos, registre actualizaciones como nuestra pertenencia a Europa, acoja nuevas realidades como la radical igualdad entre hombres y mujeres, y reinterprete las comunidades autónomas desde el punto de vista de la naturaleza jurídica de sus Estatutos que son ahora leyes orgánicas. Sin olvidar la muy deseable constitucionalización de derechos sociales, que tanto costó conquistar.
La Constitución de 1978, con su espíritu de transacción, constituye la plataforma para una aproximación a las soluciones
La federalización del Estado sería un modelo que rescataría a nuestro sistema constitucional de dos de sus principales defectos: de una parte, su ambigüedad, que autoriza interpretaciones diferentes y, en algunos casos, excéntricas; de otro, su transitoriedad, ya que el modelo territorial permanece abierto, es competencialmente conflictivo y establece una insana competición entre la Administración General del Estado y las administraciones autonómicas. Debe instalarse el principio cooperativo sobre el competitivo y una mayor horizontalidad en detrimento de la verticalidad, ambos principios operativos y eficaces de los modelos plenamente federales.
Llegados a este punto, hay que añadir que el papel del Rey debería ser determinante. Porque de la misma manera que en la Transición el jefe del Estado entonces, Juan Carlos I, fue el «motor del cambio», entregando sus poderes autocráticos a la soberanía popular reflejada en la Constitución, es preciso en este momento que Felipe VI sea el «motor de la reforma» actualizando la Corona como el vértice de una monarquía federal que evoque la que históricamente fue una monarquía plural o compuesta y se alinee con otras de parecidas características. En este sentido, el jefe del Estado dispone de una indudable capacidad de neutralidad activa, es decir, ajena a intereses concretos, pero no indiferente a la suerte de las grandes políticas para facilitar la convivencia de España. Una monarquía federal resumiría en dos palabras la forma de Estado (la Jefatura del Estado titularizada por el Rey sometido al Parlamento) y el modelo de Estado (federal, es decir, cohesivo y máximamente descentralizado). Los poderes arbitrales que la Constitución atribuye al Rey le exigen esa neutralidad activa a la que nos referimos y le otorgan capacidades de aliento, impulso y tutela del proceso de reforma y de conciliación de los ciudadanos sea cual sea su identidad territorial.
En todo caso, una advertencia final resulta poco menos que imprescindible dejar planteada. Quienes tanto gustan de puntualizar que la Transición no fue el mérito de unos pocos sino de la sociedad española en su conjunto deberían aplicarse ahora el mismo razonamiento y extraer las consecuencias correspondientes. Esta reforma constitucional tiene sentido solo y exclusivamente si se acompaña de un nuevo espíritu colectivo que anteponga la ciudadanía a las identidades sean cuales estas fueren y, por lo tanto, entienda al interlocutor político, aun en la discrepancia, en su integridad plena. No es posible seguir con algunas equivalencias banderizas según las cuales la derecha es nacional y la izquierda no lo es, o la izquierda es democrática y la derecha no lo es. La identidad —la común y la territorial— y la militancia democrática no es patrimonio exclusivo de ningún partido o sector, de ninguna minoría o grupo, de manera que es preciso abordar la conversación y la transacción para la reforma de la Constitución desde el pleno reconocimiento de la legitimidad total del otro/s. La fuerza de las leyes no está en la literalidad de sus mandatos sino en el espíritu con el que nacen y se desarrollan. Cambiar la Ley sin alterar los actuales comportamientos y actitudes divisivos sería una tarea inútil.
* Manuel Cruz es filósofo y diputado independiente en el Congreso por el PSC-PSOE.
* José Antonio Zarzalejos es periodista y abogado.