NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL MUNDO – 13/03/15
· El autor destaca la obligación de los demócratas europeos, y especialmente de los españoles, de fijar lazos solidarios con las ciudadanías cubana y venezolana para lograr escenarios plenamente democráticos.
La literatura en español puede enorgullecerse de una rica tradición de novelas sobre dictadores. Varias de ellas suponen una cumbre de la literatura, comenzando con Valle-Inclán en su Tirano Banderas, Roa Bastos y su Yo el supremo, o Alejo Carpentier con el Recurso del método, entre otras; y siguiendo con las de los tres Premios Nobel de Literatura, Miguel Ángel Asturias y su Señor Presidente, García Márquez en Otoño del Patriarca, o La fiesta del chivo, obra del último Premio Nobel, Vargas Llosa. Nada comparable y nada mejor podemos encontrar en otras lenguas y en otras culturas. Estas novelas engrosan el número de géneros literarios –el género picaresco y el realismo mágico, con el que se entrecruzan algunas de estas grandes obras− que nos son propios y que a la vez nos enorgullecen y nos sacuden con una desagradable realidad pública compartida a los dos lados del Atlántico. Cada uno de estos relatos es una denuncia ante la humanidad de los regímenes totalitarios, realizada de la manera más hermosa imaginable, pero a la vez todos ellos nos familiarizan con el fenómeno y nos convierten en cierta medida en resignados observadores.
No digo que estas grandes obras de la literatura universal tengan un efecto legitimador de las dictaduras, la repugnancia hacia esos regímenes en parte se debe a estas denuncias de alto valor artístico. Pero corremos el peligro de ver exclusivamente esas dictaduras desde una perspectiva literaria, con los excesos delirantes de unos dictadores engendrados en la pobreza, en la corrupción y en la ignorancia. Y aún puede ser peor si introducimos una perspectiva ideológica que hace comprensible el sacrificio de la libertad o hace invisible la represión brutal de los disidentes. Cuba, símbolo petrificado para unos europeos encantados y felices de ser testigos a una distancia suficiente de una Revolución contra el capitalismo que ellos disfrutaban plácidamente a la orilla del Sena en algún café frecuentado antaño por Sartre y su pareja, es un buen ejemplo de esto último, y lo fueron también las múltiples dictaduras que proliferaron en el Cono Sur, que justificaban su represión de la población en la dura lucha contra el comunismo durante la Guerra Fría o en un terrorismo que, en cierta medida, provocaban sus represores.
La existencia de los Castro en Cuba o la permanencia de Maduro en Venezuela son dos distorsiones de la Historia que debemos combatir desde donde estemos y, con mucha más intensidad, si nos damos cuenta de los cambios que se están produciendo en aquellos países. La apertura tibia de relaciones de EEUU con Cuba es claramente insuficiente y no me extraña que provoque una cierta desgana melancólica entre los que han luchado por la libertad en aquella tierra ante la incomprensión de una gran parte del mundo democrático. Se ha necesitado poco esfuerzo para seguir la moda y ensalzar al Che o recordar a los guerrilleros escondidos en la sierra, pero mucho para apoyar a los opositores de un régimen que siempre ha visto en la libertad un enemigo y en la democracia un peligro. Aun así, esta apertura anuncia el principio del fin del régimen de los Castro. Hoy o mañana, antes o después, la sociedad cubana recobrará el control de su futuro y podrá juzgar los tristes años de sufrimiento y sacrificios, y podrá hacerlo sin paternalismos ideológicos externos.
Hace unas semanas, el ex presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero mantuvo una inconveniente reunión con Raúl Castro. Pero la inconveniencia no residía en el ataque de nervios que pudo provocar en nuestro sanguíneo ministro de Exteriores, ni siquiera en los asuntos tratados que han trascendido a la luz pública. El error del ex presidente fue lo que parece que no trató con el hermano de Fidel: la necesidad de avanzar lo más rápidamente posible hacia una transición democrática en Cuba que haga el tránsito más rápido y menos esforzado para los cubanos. No puede entenderse ninguna relación con el mandamás cubano, y menos en personas sin relevancia pública que pueden elegir sus compañías, si en el orden del día de esa reunión no se recoge la necesidad de cambios políticos en la isla. Lo que no sea de esta forma, no sirve a los intereses privados y fortalece la legitimación de quienes quieren mantener el status quo.
Los lazos de naturaleza económica e ideológica creados entre el castrismo y el chavismo venezolano hacen que sus futuros corran paralelamente. La necesidad que tienen los cubanos del apoyo económico de Venezuela, pródigo mientras la fiesta del petróleo duró, se verá insatisfecha según se incremente la crisis económica venezolana, y obligará, más rápidamente que otros motivos, a agilizar relaciones comerciales con sus vecinos del norte, que tienen la contraprestación ni escrita ni impuesta, pero inevitable, de la democracia. Y la aventura bolivariana, mezcla de sufrimiento, opereta tropical y casposos programas televisivos, toca a su fin, como demuestra el incremento indiscriminado de la represión, que no puede ocultar la charlatanería altanera y bravucona de Nicolás Maduro.
Hoy los demócratas europeos y muy especialmente los españoles, están obligados a establecer lazos solidarios con la ciudadanía venezolana, que lucha por conseguir un país plenamente democrático, en el que la arbitrariedad del poder desaparezca y todos puedan tener los mismos derechos y las mismas obligaciones, estableciendo un ámbito de seguridad jurídica que es imprescindible y previo a cualquier proyecto de progreso y justicia. Porque la revolución pendiente no es la que impondrá una visión hacia el pasado de Iberoamérica, ni las consecuencias dramáticas y a la vez contradictorias de la colonización –es digno recordar con don Salvador de Madariaga, las grandes ciudades con sus universidades, sus múltiples imprentas, circuitos culturales que exhibieron su fecunda importancia mucho antes que los diversos países sudamericanos consiguieran su legitima independencia; en claro contraste con la huella británica en las tierras del norte del continente−, ni la inescrupulosa acción mercantil estadounidense durante todo el siglo XX. También es rechazable la intervención militar para conseguir que todo siga igual, aunque justo es reconocer que una vez pasada la Guerra Fría y el peligro del comunismo, ese riesgo parece más lejano.
Hoy la verdadera revolución pendiente y previa a cualquier futuro desarrollo de Sudamérica es la Revolución Institucional. Es decir, la consecución de una sociedad en la que haya desaparecido la arbitrariedad y las instituciones funcionen convenientemente equilibradas. Claro que el camino será más complicado que los propuestos por las revoluciones o golpes de Estado, pero es el único que evitará la vuelta al pasado y asegurará un constante progreso de las ricas y plurales sociedades nacionales que componen el sur del continente americano. Ése es su reto y en ese objetivo podemos ser útiles los españoles, que en grado diverso hemos padecido, y no creo que podamos estar convencidos de que no volveremos a sufrir, las mismas limitaciones y hemos cometido los mismos errores: la debilidad institucional, la arbitrariedad política, la confusión de lo privado y lo público o la superposición de los poderes que definen a un Estado democrático. Sin cantos épicos recordando viejas glorias imperiales, sin comportamientos cercanos a la rapiña, podemos encontrar un espacio de respeto y colaboración, imprescindible para nosotros y conveniente para ellos.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL MUNDO – 13/03/15