La huella del terrorismo de ETA

LIBERTAD DIGITAL  22/10/15
CRISTINA LOSADA

Hace unos meses, el historiador Raúl López Romo, autor principal del Informe Foronda (Los contextos históricos del terrorismo en el País Vasco y la consideración social de sus víctimas, 1968-2010), decía en una entrevista que «la huella del terrorismo no se borra al cesar la violencia». Esto parece inapelable. De la noche a la mañana no desaparecen los estragos causados por un terrorismo, el de ETA, que se prolongó durante décadas. Además de los daños irreparables que sufrieron sus víctimas, hay otros que no se desvanecen fácilmente, porque dejan su marca profunda y perturbadora en una sociedad. Sobre todo, cuando una parte de esa sociedad miró hacia otro lado y otra, no insignificante, colaboró con los que ejercían el terror.

No pocos, sin embargo, o precisamente por ello, tienen mucha prisa en pasar página, y en pasarla de tal modo que la anterior quede anulada, como si nunca hubiera existido. Así, en el cuarto aniversario del anuncio del cese definitivo de la violencia de ETA, que fue el 20 de octubre, el expresidente del Partido Socialista de Euskadi, Jesús Eguiguren, nos sorprendía con esta declaración:

· El País Vasco es hoy el territorio más pacífico de España. No sólo ha desaparecido la violencia; también la crispación y los insultos. Hay una convivencia muy importante.

Cierto que echaba de menos Eguiguren que se atendiera más a los hijos de los asesinados por ETA y algunas otras cosas, pero de sus palabras se infería que había, a día de hoy, un País Vasco completamente transformado, casi perfecto, incluso modélico en comportamientos democráticos. Cuatro años de cese de la actividad terrorista de ETA, y aun sin haber cesado la banda, habrían producido el milagro: ni violencia ni crispación ni insultos. «El territorio más pacífico de España», decía el muñidor de la negociación del gobierno de Zapatero con ETA. Y yo no le voy a discutir ese punto, aunque me parece exagerado. Será, en todo caso, tan pacífico como otros lugares de España. El problema es que la paz no repara por sí sola los efectos destructivos que el terrorismo tiene para la democracia.

Bastaba leer, al lado de lo de Eguiguren, un reportaje sobre una de las zonas del País Vasco donde más cotidiano fue el terror. Allí ETA asesinó a una quinta parte de sus víctimas y allí tuvo la banda un notable respaldo, porque, como dice López Romo, «hay una correlación directa entre el nivel de apoyo a ETA y el número de asesinatos terroristas por provincias». La razón es que la banda necesitaba gente que pasara información, prestara coches, ocultara a los terroristas y se manifestara cuando eran detenidos. Igual que le convenía tener la seguridad de que los testigos de un atentado no iban a hablar. Por eso ETA mató más donde contaba con un mayor entorno simpatizante y cómplice, un entorno que servía también para mantener el control social.

El reportaje, aunque tendía al optimismo en el título («La violencia es un recuerdo en la zona más castigada por ETA»), mostraba en realidad que ese recuerdo sigue vivo: lo suficientemente vivo como para que muchas personas prefieran no hablar o sólo quieran hablar bajo la protección del anonimato. He ahí el silencio y el miedo que induce al silencio. Porque puede haber paz y, al tiempo, puede haber miedo. Y la persistencia del miedo, del que el silencio es su nítida y muda expresión, es un indicador, uno más, pero uno importante, de que la huella del terrorismo permanece y continúa sofocando la libertad en el País Vasco. Hacer como que esa huella no existe, mirar de nuevo para otro lado, sólo pueden contribuir a perpetuarla.