El elemento nuclear de su identidad para esa parte de la sociedad vasca que no es autóctona, y no se ha redimido haciéndose nacionalista, es su maketismo. Es su forma de pertenencia: porque solo aquí se ha podido ser maketo.
He tenido ocasión de conocer los trabajos de Pedro J. Chacón Delgado sobre los efectos culturales de las sucesivas oleadas de inmigrantes que recalaron en el País Vasco a partir del último tercio del siglo XIX, y que llegaron a provocar que más de la mitad de su población tenga hoy en día, en uno u otro grado, un origen alógeno. Lo interesante de esos trabajos (‘La identidad maketa’, ‘Perdí la identidad que nunca tuve’, ‘Las vergüenzas desnudas’, y otros) es que en ellos se presenta una mirada nueva sobre nuestra sociedad; nueva porque, por casi primera vez en nuestra publicística, quien mira y habla es un inmigrante consciente de su condición y desde esa condición. Y porque habla de la Vasconia de los inmigrantes, no la de los nativos.
Subraya Pedro J. Chacón, y tiene razón, que la historia contada entre nosotros es siempre la historia de un pueblo vasco en el que actúan, viven y son protagonistas siempre y solo los vascos autóctonos. En ese relato los inmigrantes no son sino un accidente que le ocurrió al pueblo vasco milenario en recientes momentos históricos. La inmigración es así «algo que les pasó a los vascos», no es algo que «les pasó a los inmigrantes». Incluso en el relato histórico más sensible a la inmigración, el de la izquierda, los inmigrantes son presentados como una abigarrada e inculta masa de mano de obra que en su momento fue sobreexplotada por la burguesía local, unos proletarios cuyo esfuerzo «hizo país» y cuyos sufrimientos serán siempre agradecidos. Pero nunca son presentados como unas personas que también poseían, además de su condición laboral y explotada, una personalidad y una cultura propias. La izquierda ha valorado al inmigrante en tanto que proletario, no en tanto que persona completa. Por eso, cuando se desplomó el paradigma obrero y se produjo el giro culturalista, la izquierda se limitó a asentir como cómplice mudo a la asimilación del inmigrante en la cultura autóctona. En lo que coincidió con un nacionalismo que había abandonado su racismo inicial. Y en esas seguimos: los inmigrantes y sus descendientes vistos como materia cultural inerte o anómica que es justo y necesario asimilar.
Resulta así que hay entre nosotros quien tiene su identidad solidamente narrada, largamente contrastada, reconocida por los demás, incuestionada; pero hay quienes la tienen borrada, ignorada, ninguneada, convertida en algo que nadie sabe lo que es, presta para ser engullida por la autóctona o condenada a la anomia, a ser una identidad que nadie quiere, española genérica sin suelo definido que pisar, odiosa para muchos vascos y sobrante para el resto de los españoles. Es una identidad insólita, una forma de ser vasco que consiste esencialmente en sentirse sutilmente rechazado salvo autoconversión.
La sociedad vasca no es mayoritariamente nacionalista, esto es estadísticamente obvio. Pero sí es mayoritariamente «nativista», que es algo distinto; algo que nos legó el primer nacionalismo aranista al ligar el valor con el origen. Sometió al otro que llegaba de fuera a un proceso tan fuerte de descrédito (la maketización) que implantó perdurablemente en el ideario social su propia obsesión. Ayudado en ello, probablemente, por varios siglos de énfasis fuerista en la pureza del solar. Y la implantó también en la conciencia de esos mismos inmigrantes y de sus descendientes, incluso de los que fueron mestizos. Desde entonces, no nos engañemos, el «¿de dónde eres?» es una pregunta que entre nosotros abre todo un mundo de sobreentendidos. Desde entonces, los mezclados que poseen un apellido autóctono lo exhiben (lo exhibimos) como ancla de afirmación, aunque sea el segundo o tercero; y los que tienen por ahí uno alógeno lo esconden. Todos hemos llegado a tener implantada en nuestras neuronas una especie de giróscopo nativista que orienta nuestra resituación social.
Hasta tal punto esto ha llegado a ser una realidad que Pedro J. Chacón extrae de ello una conclusión sugestiva: la de que el elemento nuclear de su identidad para toda esa parte de la sociedad vasca que no es autóctona, y que no se ha redimido haciéndose nacionalista, es su maketismo. No son plenamente vascos, porque su cultura no es la vasca estándar. No son ya españoles estándar, porque no viven en España. Son algo que solo se puede ser aquí, en Euskadi, algo que no tiene sentido en el resto de España, son vascos vergonzantes. Es una identidad insólita porque se forma esencialmente sobre un sentimiento doble: uno de rechazo y otro de carencia. Y, sin embargo, es su forma de arraigo y de pertenencia a este país: porque solo aquí se ha podido ser maketo.
Ésta es una idea sugerente, y que además conecta con otra observación que, desde un punto de vista distinto, propuso ya hace años Juan Pablo Fusi: la de que en los países con un fuerte nacionalismo etnicista, termina por generarse una fuerte y característica conciencia identitaria de los no nacionalistas, precisamente por no serlo. Y es que las identidades no son, al final, sino límites fronterizos socialmente creados: y hay vida a ambos lados del límite, no solo en la parte de acá.
José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 18/10/2010