Mientras hay etarras que se pegan un tiro a sí mismos, ex jefes que en la cárcel concluyeron que hay que cerrar la barraca, mientras son detenidos los terroristas que siguen por ahí, la imagen de Usabiaga y sus conmilitones esposados simboliza un fin de ciclo, rubrica el fracaso de esa generación que ve cómo su vida política es un enorme catálogo de fracasos.
La imagen de Rafael Díez Usabiaga, esposado y detenido por la policía junto con otros dirigentes nacionalistas radicales, es la expresión del fracaso de toda una generación de políticos abertzales. Usabiaga forma parte de la trama civil del tinglado violento desde los años ochenta del siglo pasado. Ha estado desde entonces dentro de todos los procesos de negociación entre el Estado y la banda terrorista. De Argel a Zapatero. Representa, por tanto, la memoria de una organización no estrictamente violenta, pero que no ha dejado de animar, jalear, comprender, aprovechar y nunca condenar la violencia terrorista.
Posiblemente gentes como Usabiaga podrán comparar lo que era la banda terrorista de aquellos ochenta con la actual, podrán medir el fuelle movilizador de entonces y la penuria de hoy, calibrar la capacidad de matar de entonces y la de ahora; podrán también hacer el recuento de las oportunidades perdidas para encontrar una salida airosa; perdidas por culpa del mesianismo, prepotencia y delirios de grandeza de los terroristas. Es también posible que como otra gente de su generación, hoy encarcelada y que tuvo en su día puestos de mando en la banda criminal, Usabiaga haya llegado a conclusiones parecidas acerca del fracaso del terrorismo nacionalista vasco.
La de Usabiaga esposado es desde luego la imagen de una generación de políticos nacionalistas radicales que no han hecho otra cosa en su vida que fracasar. Han fracasado en los recurrentes y sangrientos intentos de crear un sistema político excluyente y supuestamente puro, han fracasado en la consecución de objetivos políticos, han fracasado en los sucesivos intentos de ocultar sus fracasos, sobre todo desde 1992 para acá, y hace poco que acaban de fracasar, de manera estruendosa, en el intento de dar una salida negociada a su historial de sangre. El doble asesinato de dos trabajadores inmigrantes ecuatorianos, Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio, selló, en diciembre de 2006, ese fracaso del que cada vez son más conscientes en el entorno violento.
Mientras hay etarras que se pegan un tiro a sí mismos -sea impericia, sea rendición, sea pánico a seguir en la banda, la conclusión es igualmente devastadora para la organización terrorista-, mientras hay ex jefes de la banda que hace tiempo llegaron en la cárcel a la conclusión de que hay que cerrar la barraca, mientras son detenidos ordenadamente los pocos terroristas que siguen por ahí, la imagen de Usabiaga y sus conmilitones esposados, detenidos por la policía, simboliza una especie de fin de ciclo, rubrica el fracaso de esa generación que ya cumplió los cincuenta hace un rato y que ve cómo su vida política es un enorme catálogo de fracasos.
Fuera ya de las instituciones que les daban presencia y dinero, a punto de dejar los pocos ayuntamientos en los que aún están presentes, golpeados por la policía, que no les da ni un metro de margen de maniobra, y con un discurso político por parte del Gobierno que les obliga a elegir entre política sin armas, o armas y cada vez menos política, la trama civil de la banda hace dibujos que sólo aguanta el papel y no para de pegarse tiros en el pie.
Al margen del recorrido judicial o carcelario que tenga esta detención, la imagen de Usabiaga y los de su generación queda ahí, es la estampa de su fracaso.
José María Calleja, EL CORREO, 16/10/2009