ABC 23/06/14
ESPERANZA AGUIRRE
· La dificultad para ilusionar y emocionar con el proyecto racional y nacional de la Constitución se hace aún mayor cuando existe un complejo para invocar lo que de positivo hay en la Historia común de todos los españoles, por el miedo a ser tildado de franquista
EL relevo en la titularidad de la Corona que acabamos de vivir ha puesto de manifiesto el carácter de la Monarquía como símbolo de continuidad de la Historia de España. La Nación Española la formamos hoy todos los españoles como ciudadanos libres e iguales en derechos. Esa libertad y esa igualdad son la esencia de nuestra condición de ciudadanos, y sobre ellas se sustenta la Constitución que nos hemos dado como marco para organizar nuestra convivencia en paz y en prosperidad.
Emoción y ley «El entusiasmo general suscitado por la proclamación de Felipe VI ha demostrado que la Monarquía puede ofrecer la dosis necesaria de emoción que precisa el “relato” constitucional»
Pero no hemos llegado a ser españoles gracias a ninguna Constitución ni a ninguna Ley, hemos llegado a ser españoles gracias a los avatares de una Historia y a los logros de una Cultura que compartimos todos. Una Historia y una Cultura que protagonizaron los que nos precedieron y que nosotros heredamos. Incluso sin quererlo, incluso aunque no nos gusten determinados episodios de esa Historia común o ciertas manifestaciones de esa Cultura compartida. Porque no podemos negar nuestra dimensión histórica. No podemos, no debemos y no queremos.
Ser conscientes de esa dimensión histórica nos tiene que llevar a conocer y aceptar nuestra herencia y a actuar con la responsabilidad de que todo lo que hagamos tendrá repercusión en las generaciones venideras. Pero es que, además, de manera consciente o inconsciente, a todos los ciudadanos nos gusta, e incluso nos emociona, sentirnos parte de la Historia. No hay más que reparar en la cantidad de veces que utilizamos expresiones como «es un hecho histórico» o «hemos hecho Historia» para referirnos a acontecimientos como los triunfos de las selecciones nacionales deportivas o, con más razón, la proclamación del Rey Felipe VI. Se diría que la manera de ponderar en grado máximo un acontecimiento es, precisamente, la de adjudicarle esa condición de incrustarse en la Historia. Por eso, porque a la gente le gusta «hacer Historia», los politólogos consideran fundamental que los proyectos políticos que se presenten a los ciudadanos les ofrezcan también la posibilidad de incorporarse a la Historia.
Algunos llaman hoy «relato» a la explicación que se les da a los ciudadanos de cómo, al identificarse con un determinado proyecto político, están haciendo algo que tiene trascendencia histórica. Y consideran fundamental el «relato» a la hora de lograr esa identificación. Porque los ciudadanos, cuando votan, no piensan solo en sus intereses materiales más inmediatos; también quieren, por esa dimensión histórica que tiene el hombre, integrarse en un proyecto político trascendente en el tiempo. De ahí el éxito de propuestas que pueden ser quiméricas, anacrónicas, absurdas o poco racionales, pero que ofrecen a sus votantes la posibilidad de «hacer Historia» o de «cambiar la Historia».
Lo vemos en el caso de los nacionalistas y, en las últimas elecciones europeas, en el caso de Podemos. El éxito, aunque sea relativo, de estas propuestas, estriba en que se dirigen al corazón más que a la cabeza o que al bolsillo. En que, como dicen esos politólogos, ofrecen a sus votantes un «relato» al que incorporarse, ofrecen a sus seguidores la posibilidad de «hacer Historia», aunque sea catastrófica.
El «relato» de los revolucionarios marxistas o de los nacionalismos étnicos podrá ser inaceptable para los ciudadanos porque pretende acabar con el régimen constitucional que nos hemos dado democráticamente, pero resulta atractivo para algunos, precisamente porque los convoca a «cambiar la Historia».
Por el contrario, a los partidos que permanecen fieles a la Constitución, empezando por los dos más importantes, el Partido Popular y el PSOE, les cuesta trabajo ofrecer a sus votantes un «relato» emocionante, un «relato» basado en la adhesión al concepto moderno de ciudadanía, un «relato» sustentado en la convicción racional de que la clave de nuestra convivencia es la libertad y no las ensoñaciones o fantasías de visionarios.
Esa dificultad para ilusionar y emocionar con el proyecto racional y nacional de la Constitución, que nos hace ciudadanos libres e iguales, se hace aún mayor cuando existe un complejo para invocar lo que de positivo hay en la Historia común de todos los españoles, por el miedo a ser tildado de franquista.
La positiva reacción popular, el entusiasmo general que ha suscitado la proclamación del Rey Felipe VI, ha demostrado que la Monarquía puede ofrecer a los ciudadanos la dosis necesaria de emoción que precisa el «relato» constitucional. Porque el régimen constitucional que nos hemos dado los españoles no es solo el resultado de unos fríos razonamientos políticos, sino que también es una invitación a los ciudadanos a hacer suya una Historia milenaria, y a encarar juntos un futuro conjunto de paz, concordia, progreso y, sobre todo, libertad. Con un Rey Constitucional, que, desde el primer momento, desde sus primeras imágenes, desde sus primeros gestos y desde sus primeras palabras, se ha convertido en un elemento de ilusión y de optimismo, y en otro motivo para que los españoles nos sintamos orgullosos de nuestra Historia, de la que él es un señalado representante.