La incómoda verdad sobre la quiebra del PP vasco (y del ‘caso Alonso’)

José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Alonso fue puesto al frente del PP para ‘cerrar’ el proceso de apertura de su predecesora, Arantza Quiroga, y es tan ‘sorayista’ como Iturgaitz, que regresa a la política a modo de ‘flashback’

La evolución electoral del PP en la comunidad autónoma vasca es desastrosa tras las elecciones de 2001, en las que los conservadores obtuvieron 19 diputados sobre 75, logrando la segunda plaza en el ‘ranking’ de grupos, y 326.933 votos. A partir de aquellos comicios, los populares han ido cayendo a plomo. Así, en las siguientes, de 2005, pasaron al tercer puesto, con 15 escaños y 208.700 sufragios. En 2009, otro bajonazo, 13 escaños, y hemorragia de papeletas: 146.148. En 2012 ya se situaron en el cuarto puesto, con tres escaños menos (10) y solo 129.907 votos. Por fin, el peor resultado de este siglo lo firmó el PP —siendo candidato a lendakari Alfonso Alonso— y se produjo en las elecciones de 2016: nueve diputados y 107.357 electores. No es aventurado suponer que el próximo 5 de abril, las listas del PP en Euskadi no superarán la barrera psicológica de los 100.000 sufragios, lo que hará entrar en quiebra la organización en aquella comunidad.

El PP del País Vasco, que merece todo el reconocimiento por el sufrimiento de sus dirigentes durante los años del terrorismo de ETA y que acumula víctimas —como el PSE-PSOE— que acreditan su compromiso con la democracia y las libertades, ha sido una organización ninguneada por Génova en los últimos 15 años. La dirección nacional de la organización ha considerado al PP vasco como una mera sucursal, sin dotarlo de capacidad propia para tomar decisiones estratégicas y, peor aún, interfiriendo de modo constante en su desenvolvimiento. A diferencia del socialismo vasco, que siempre ha estado presente en el núcleo duro del PSOE y que ha optimizado sus relaciones con el PNV, beneficiándose de los acuerdos con el nacionalismo, la larga etapa de Mariano Rajoy al frente de la organización conservadora (diciembre de 2003 a junio de 2018) ha sido muy lesiva para los populares de Euskadi.

A Rajoy le interesó —tanto en la legislatura de la mayoría absoluta (2011-2015) como en la posterior (2016-2018)— entenderse con el PNV sin poner en valor el partido en los territorios históricos vascos. Hasta el punto de que la derecha española allí dejó de tener estímulos que alentaran el voto popular. Por el contrario, la progresiva extinción del terrorismo y la paralela (y a veces, solo aparente) moderación del PNV, gran logrero de botines políticos, hicieron que el respaldo de la derecha española al nacionalismo resultase mucho más coherente que el voto al Partido Popular que presentaba síntomas de petrificación.

Los de Casado no han tenido que pelear en Euskadi ni con Vox ni con Ciudadanos. Uno y otro son irrelevantes. Incluso en las elecciones generales, los de Abascal obtuvieron solo 28.659 votos allí, y los entonces liderados por Rivera, menos: 13.058. De tal manera que la quiebra del PP vasco no se debe a la erosión de fuerzas próximas, sino a la absorción de su electorado por el nacionalismo. Los dos gobiernos del PP y ahora el de Sánchez —como antaño todos los anteriores— erigieron en gozne del sistema al PNV al alimón con la extinta CiU, y ahora a ERC y EH Bildu.

El electorado de la derecha española tiene en Euskadi una prioridad que el PP no ampara, aunque sí lo hace el PNV: la fuerte emergencia de EH Bildu, una coalición radical ‘abertzale’ en la que participa Sortu que, bajo el liderazgo de Arnaldo Otegi, ha arraigado como segunda fuerza política. El 5 de abril, el PP, por unas razones, y Elkarri Podemos, por otra, van a ser opciones netamente perdedoras. En el caso de los conservadores, por la misma obsolescencia ideológica que atenaza al conjunto de la organización. A la que se han añadido dos graves errores: no haber exigido a Cs una adhesión explícita al régimen foral vasco (los naranjas votaron en noviembre de 2017 contra el cupo) y acercarse a Vox, una fuerza hostil al Estado autonómico. Lo uno y lo otro constituyen lastres muy pesados para que el PP logre en Euskadi unos resultados siquiera razonables.

Alfonso Alonso fue el sucesor en 2015 —impuesto por Rajoy— de la presidenta del PP Arantza Quiroga, que tuvo que dimitir hostigada por los suyos y por sectores de las víctimas del terrorismo a propósito de su decisión de abrir el PP a la interlocución con el nacionalismo del PNV y con el radical conforme a un plan que mereció muchos elogios ajenos y el rechazo del Gobierno, en el que Alonso lideraba el Ministerio de Sanidad bajo la protección de Soraya Sáenz de Santamaría, que fue apoyada en las primarias a la presidencia del partido por Carlos Iturgaiz, hasta el momento tan ‘rajoyista’ como el alavés defenestrado. De modo que Alonso no fue impuesto por Génova para ‘abrir’ el PP vasco, sino para cerrarlo tras la etapa de una Quiroga consciente de que los tiempos históricos en el País Vasco requerían de un reseteo de la derecha española. Luego, el exministro de Rajoy llevó el partido a los registros electorales más bajos, en 2016.

Si a estas circunstancias se unen la altanería del dimitido Alonso, cuya misión en 2015 fue echar el candado a la renovación de Quiroga, el ‘flashback’ al modo cinematográfico que representa el hasta ahora ‘sorayista’ Carlos Iturgaiz, un líder característico de otros tiempos políticos allí, y la pésima gestión de este asunto —por precipitación y falta de recursos componedores— del secretario general, Teodoro García Egea, se llegará a la conclusión de que los populares lo tienen crudo el 5 de abril y de que el exministro de Sanidad se ha columpiado. Y por cierto: no hubo ‘casting’ para elegir candidato. O Iturgaiz o nadie.