ABC-IGNACIO CAMACHO
La banalización del procés como un mero artificio de pirotecnia política resulta intelectualmente inasumible
POR más vueltas que se le dé a la sentencia, a su impecable demolición del llamado «derecho a decidir», a su detallada refutación de las protestas de indefensión con que los defensores de los separatistas –sobra «de los» salvo en caso de Xavier Melero– impugnaban el juicio, a su escrupulosa atribución de culpas o a su vigorosa defensa de la superioridad jurídica y moral del Estado de Derecho, el argumento de la «ensoñación» del procés continúa pareciendo intelectualmente inasumible. Y acaso innecesario, al menos a simple vista, porque para fundamentar la condena por sedición bastaba con constatar que la violencia ocasional desplegada durante los hechos juzgados fue insuficiente para incardinarla en el delito de rebelión, que en su actual formulación requiere, como dice el veredicto, que dicha violencia forme parte instrumental e imprescindible del plan para subvertir el orden constituido. En cambio, la idea de que la insurrección fue una especie de McGuffin político, una estrategia pirotécnica, un mero artificio, resulta una banalización difícil de compaginar con las evidencias de unos acontecimientos que para todos los españoles del Rey abajo, salvo los siete magistrados capaces de ver algo que los demás no vimos, pusieron la convivencia y la integridad de la nación en manifiesto peligro.
Hay que admitir que resulta tentadora la tesis de que los catalanes que se dejaron confundir por ese «señuelo» (sic) procesista eran unos idiotas ineptos para distinguir entre la realidad y sus deseos. Más aún: muy probablemente sea cierto. Pero no fueron sólo ellos. La supuesta estafa, que es el concepto implícito en el razonamiento del Supremo, engañó al mundo entero, cuya opinión pública asistió al motín secesionista con la expectación propia de un gran acontecimiento. Y España habría tenido un problema serio si, tras la declaración fake de independencia en el Parlamento, unos cuantos países le hubieran dado crédito –siempre hay regímenes gamberros dispuestos a sumarse a esta clase de jaleos– y avalado a la autoproclamada república con su inmediato reconocimiento. Así que una de dos: o el censo de tontos ingenuos abarca una porción considerable del universo, incluida la mitad larga de los catalanes que se sintieron en riesgo –vamos a dejar fuera, por respeto, al monarca que salió en tromba a frenar el alzamiento–, o para tratarse de un simulacro llegó demasiado lejos.
El acatamiento y la observancia de las sentencias es un precepto elemental del sistema. Las del Supremo, además, sientan doctrina y crean jurisprudencia; establecen una verdad jurídica que sirve de guía y de regla. Por eso su interpretación de la revuelta como una fantasmada pone a los ciudadanos de conciencia responsable ante un problema: los obliga a desmentir a su propia inteligencia crítica y aceptar que vivieron una quimera. Tanta preocupación por una vulgar entelequia.