Juan Carlos Girauta-ABC

  • Siendo cierto que la pandemia va a alterar la agenda de las transformaciones, no lo es menos que algunas de ellas se van a ver precipitadas, como las relacionadas con el llamado fin de la distancia. Así el teletrabajo. Pero serán solo las empresas las que incorporarán los cambios. La Administración permanecerá impertérrita

En la década de los ochenta del siglo pasado se generalizó la automatización de los procesos de trabajo burocráticos. El papeleo. Velocidad y facilidad, sumadas a nuevos usos de la información, liberaron a las organizaciones de rutinas que exigían moverse entre incontables fichas y dosieres físicos. Por supuesto, se redujo al mínimo el trabajo de contabilidad financiera y analítica.

Pero fueron solo las empresas las que, gracias al acicate de la competencia, lo comprendieron. Así que incorporaron los cambios y atravesaron la revolución. La Administración permaneció impertérrita en España, como si todo siguiera igual. No, peor: como si hicieran falta más horas ¡de burocracia!

En el ruedo, donde se compite, las consecuencias fueron inmensas. Al tambalearse la estabilidad de los negocios, se tambaleó también la fiabilidad del empleo, la razonable confianza del empleado en que su trabajo, en condiciones normales, durará. Pero el concepto de normalidad estaba a punto de estallar. Era el ocaso de una estabilidad que se había dado por descontada en Occidente y en el resto de economías avanzadas desde que se despejaron las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. Ordalía superada, por cierto, con una rapidez extraordinaria si consideramos las dimensiones de la destrucción humana y material. A tan afortunada consecución no fue ajeno, como se sabe, el trato de los vencedores a los vencidos. Un enfoque colaborativo contrario al impuesto a los aliados en Versalles tras la Gran Guerra. También la estabilidad social era necesaria. La consiguió la economía social de mercado, singularmente en Alemania, a pesar de (o gracias a) lo descorazonador que resultaba volver la vista a la preguerra, en dos momentos: el de los enfrentamientos entre ideologías totalitarias, con golpes y revoluciones, como la República de Weimar; el del establecimiento efectivo de regímenes totalitarios que habían truncado la tradición humanista europea: Alemania a partir de 1933.

A finales de la década de los noventa del siglo pasado, coincidiendo con la extensión del uso de internet, cambió la óptica de las empresas, luego el concepto mismo de empresa, luego el trabajo, luego el consumo y el ocio. Luego la visión del mundo de las generaciones nativas de la red. Reproduciendo un nuevo modelo de realidad, se generalizó el trabajo en red y se difuminaron los límites de las organizaciones. Las jerarquías renuentes al cambio desaparecieron. Las que imitaron estrategias propias de los emprendedores, sobrevivieron… para competir con recién llegados crecidos a velocidad vertiginosa. Los procesos de trabajo no afectados por la automatización de los ochenta no se libraron esta vez. La globalización, que era al menos tan antigua como el Imperio Español, pasó a entenderse como una realidad nueva, llena de oportunidades y/o amenazas (dependiendo del espíritu de cada cual). La figura del emprendedor sustituyó a la del empresario y el mundo se convirtió en una orgía de destrucción creativa, por utilizar la afortunada expresión de Schumpeter, acuñada muchos años antes.

Pero fueron solo las empresas las que, gracias al acicate de la competencia, lo comprendieron. Así que incorporaron los cambios y atravesaron la revolución. La Administración permaneció impertérrita en España, como si todo siguiera igual. No, peor: como si hicieran falta más horas ¡de burocracia!

Espero que hayan advertido el ritornello. O sea, espero que desesperen conmigo, pues lo cierto es que otra revolución está a punto de advenir. Tres en medio siglo. No hay razones para suponer que esta vez la máquina burocrática vaya a hacer algo distinto a lo que siempre ha hecho: seguir con su siesta solo interrumpida para los atracones, consumir tanto gasto como pueda, desaprovechar las oportunidades que le ofrece el desarrollo tecnológico, continuar creciendo, ignorar al administrado, perseverar en la ocupación de más y más ámbitos de nuestra vida, arrogarse más y más competencias con el hambre antigua y ciega de las bestias mitológicas, succionar nuestra libertad hasta la médula.

Y eso que para entregarse de lleno a su vocación le vendrían muy bien los sorprendentes y temibles logros chinos. Porque la nueva revolución es la de la Inteligencia Artificial y el big data. Después de este próximo e inevitable punto de inflexión, tantas dimensiones de nuestra vida van a cambiar de aspecto que hasta una somera y conservadora previsión parece ciencia ficción. Piense en un mundo sin dinero y sin documentos. Sin vehículo, un gasto absurdo y superfluo en las ciudades de los coches autónomos. Con la solvencia, y con los diferentes historiales que le identifican, prestos a aparecer por arte de magia en cualquier terminal gracias a su retina. Siendo cierto que la pandemia va a alterar la agenda de las transformaciones, no lo es menos que algunas de ellas se van a ver precipitadas, como las relacionadas con el llamado fin de la distancia. Así el teletrabajo.

Pero serán solo las empresas las que, gracias al acicate de la competencia, lo comprenderán. Así que incorporarán los cambios y atravesarán la revolución. La Administración permanecerá impertérrita en España, como si todo siguiera igual. No, peor: como si hicieran falta más horas ¡de burocracia!

Pero, ¿saben una cosa? Es posible que por primera vez agradezcamos nuestra paralizante burocracia. En efecto, visto el panorama, la revolución la va a dirigir una oligarquía con una delirante agenda ideológica. A ella le deseo de corazón que se tope con el lema eterno del columnismo y del doing business in Spain: vuelva usted mañana.