Uno de los colaboradores más cercanos del Rey recuerda que, cuando todavía era Príncipe, Felipe VI temía que «más difícil que reinar en una situación excepcional como el 23-F fuese hacerlo en la normalidad democrática de una sociedad del siglo XXI». En poco más de dos años, el Monarca se ha enfrentado a tres legislaturas y ha tenido que ejercer la función de arbitraje más importante que le asigna la Constitución –la disolución de las Cortes ante la ausencia de un candidato que reuniera su apoyo mayoritario– en un contexto de resistencias políticas y sociales hacia la Corona sin precedentes en muchas décadas: en parte como consecuencia del desapego institucional que heredó, el Congreso contempla ahora a una fuerza antimonárquica con 71 escaños; y en Cataluña se vive un proceso insurreccional que la presidenta del Parlament abrió al grito de «¡Viva la República catalana!».
Del seguimiento de la actuación del Jefe del Estado durante el bloqueo se obtiene que Felipe VI no va a buscar un 23-F con el que revestirse de una legitimidad diferente de la que nace de la Constitución: «Comienza el reinado de un Rey constitucional», adelantó cuando fue proclamado. Por tanto, ni podía esperarse de él que propusiera un candidato independiente ajeno a los partidos ni que, como «símbolo de la unidad y permanencia» del Estado, diera un puñetazo encima de la mesa en Cataluña, como algunos le reclamaron.
«En esos planteamientos, que no han tenido recorrido, pesa el recuerdo de la actuación de Juan Carlos I como motor del cambio tras la muerte de Franco. Pero la Corona tenía entonces funciones ejecutivas y llegó a sustituir al presidente. Eso se acabó en 1978», explica un ex jefe de la Casa del Rey. «Los símbolos no pueden redefinirse a sí mismos», concluye un colaborador del Monarca.
La capacidad de Felipe VI para influir en la vida pública está limitada a sus gestos y pronunciamientos. Será un Rey nítido, como cuando se negó a recibir a Carme Forcadell tras ser elegida presidenta del Parlament. «Quizá su padre sí se hubiese visto con ella y habría tratado de afrontar el conflicto desde su cercanía personal; Felipe VI es más distante», observa Antonio Torres del Moral, uno de los catedráticos de Derecho Constitucional que ha mantenido contacto con el Monarca estos meses. «Son dos biotipos diferentes, dos diagnósticos distintos. Don Juan Carlos era un Rey de distancias cortas; Don Felipe lo es de largas, por eso aprovecha cada ocasión para lanzar mensajes», argumenta José Antonio Zarzalejos, ex director de Abc y gran conocedor de las claves de Zarzuela.
El pronunciamiento que desarrolla el manual que trazó en su Discurso de Proclamación está en el comunicado que emitió la Casa del Rey el 5 de septiembre, inmediatamente después de la investidura fallida de Mariano Rajoy, una auténtica declaración crítica hacia los partidos –«a la vista de las circunstancias»– en la que recordó que, ya cuatro días después del 20-D, él había advertido de que la insólita fragmentación política –«la pluralidad expresada en las urnas»– exige una forma dialogante de negociar muy diferente a la de la era de las mayorías absolutas. Y, sobre todo, señaló que, en una Monarquía constitucional como la española, a la Corona no le corresponde ejercer de mediador, sino que es el presidente del Congreso quien debe dinamizar el debate y la búsqueda de los acuerdos es obligación de las formaciones representadas en las Cortes. En palabras de Torres del Moral: «El Rey no tiene que promover consensos, sólo certificarlos. No tiene ese poder, porque tampoco tiene responsabilidad». Y de Yolanda Gómez, catedrática de Derecho Constitucional: «No puede mediar porque interferiría en el proceso de formación de opinión que los partidos tienen que discurrir por sí solos; se metería en un camino sin retorno».
La guía para predecir los comportamientos constitucionales de Felipe VI se inició con la decisión del Rey de ofrecer a Rajoy ser candidato –lo que éste declinó, algo que no está previsto en la Constitución– y después a Pedro Sánchez, a sabiendas de que carecían de opciones de obtener la investidura. Zarzuela y el Monarca fueron conscientes de que esa situación contravenía intereses partidistas y les abocaba a un fortísimo estrés, pero antepusieron la utilidad a la imagen: la interpretación práctica que hicieron del artículo 99 –Joan Baldoví afirmó ayer que el Rey le había deslizado los vacíos de esa regulación– concluyó que se imponía resolver cuanto antes la interinidad de poder, y una investidura, aunque fallida, pone en marcha un reloj que incentiva la negociación política. Los medios recogieron duros reproches hacia Felipe VI en palabras atribuidas a dirigentes del PP. El 3 de febrero, al día siguiente de proponer a Sánchez, el Gobierno canceló el viaje de los Reyes a Londres, donde Isabel II había anunciado que tendría la deferencia excepcional de alojarlos en Windsor, y seis días después del fracaso del entonces líder del PSOE, el Ejecutivo suspendió el de Japón. Especialmente esas dos decisiones, que cercenaron la función de representación exterior de la Corona y la proyección del Monarca, todavía lejos de la popularidad internacional de su padre, provocaron frustración en Zarzuela.
Zarzalejos considera que el Ejecutivo utilizó la agenda internacional del Rey como «elemento adicional de presión». «No había ningún motivo para cancelar esos viajes. Rajoy ha puesto al Rey en alguna situación delicada», razona. La última, cuando sugirió la posibilidad de no comparecer a la investidura una vez propuesto. La catedrática Gómez no cree que fuese en serio: «Era una estrategia. Los partidos han actuado conforme a sus propios intereses y no como parte de la estructura orgánica del Estado, en el que tienen el protagonismo máximo de la acción política».
La influencia silenciosa que irriga el Rey a través de su arbitraje neutral acabó materializándose. Cuando comenzó a fraguarse el viraje del PSOE, desde el PP se sugirió que Rajoy iba a imponer exigencias antes de aceptar la abstención socialista. El presidente cortó de raíz ese mensaje: los precedentes y la lectura del comunicado de la Casa del Rey dejaban claro en Moncloa que, si el PSOE decidía abstenerse sin condiciones, Felipe VI propondría a Rajoy con toda seguridad. El tono y el contexto cambiaron: pasó a jugarse en el terreno de diálogo que esbozó el Rey el 5 de septiembre.