Miquel Escudero-El Imparcial
En tiempos de metaverso, merece recalcarse en especial algo que escribió Hannah Arendt. La pensadora alemana señalaba que los individuos ideales para un régimen totalitario son quienes no distinguen entre hechos y ficción, ni entre lo verdadero y lo falso. Les es igual. Todo vale, es el tiempo de la neolengua y entonces impera el mundo al revés.
En la novela de George Orwell 1984, publicada en 1949, se hablaba de un ministerio de la verdad que se ocupaba de cultivar las mentiras; del ministerio de la paz, que se ocupaba de hacer la guerra; del ministerio del amor, que se ocupaba de la tortura. Todo contradictorio y con sonrisas, en una sociedad donde se decreta sin inconvenientes que 2+2=5. El periodista británico Dorian Lynsky ha explorado esta obra de Orwell en el ensayo El ministerio de la verdad (Capitán Swing). Nacido en la India el 25 de junio de 1903, Eric Blair pasó a ser, con treinta años de edad, George Orwell; cuando menos en sus escritos. Y así es conocido a día de hoy. Parece que para el apellido de su pseudónimo se inspiró en un río que pasa por Suffolk, un condado inglés, y que, como algunas calles urbanas, cambia de denominación en ciertos tramos.
Lynsky refiere que Orwell admitía que los microbios de todo aquello que criticaba estaban también en su propio ser. Esa conciencia, que era producto de la decencia y la responsabilidad inteligente, le protegía de la utopía que nos engaña sobre la perfección alcanzable. Orwell estaba al lado del hombre común y corriente. Su experiencia en el POUM, durante la guerra civil española, le enfrentó con la realidad de que el idealismo revolucionario era perseguido por los comunistas de obediencia estalinista. Había un idealismo cuajado de determinación e ignorancia, que lo hacía particularmente vulnerable. George Orwell, ajeno a todo interés por el poder, nunca quiso encaramarse entre los ganadores del momento.
Siempre hay algo que ‘hace’ justificar la supresión de la libertad de expresión, el desprecio a la verdad objetiva y la desfiguración de la historia. Consentir esa falta de honradez diluye la conciencia de dignidad en una sociedad e instaura el envilecimiento y un clima de sospecha continua. Con esta renuncia a la libertad, a la verdad y a la dignidad, todo junto, se abren las puertas a un tsunami totalitario. Orwell advertía de todo ello al mundo occidental, establecido en el sistema liberal, el cual a menudo es inconsciente y dice: “esto no podrá pasar aquí”. Hasta que pasa. Cuando los paranoicos se instalan en el poder, buscan de inmediato intenciones ‘negativas’ y conspiradoras en cualquier acción de los opositores. Con el culto al poder por encima de todas las cosas, se segrega miedo y hostilidad y se pierde el mínimo sentido de la realidad. Es la guerra. Claro está que desactivar la división de poderes que caracteriza a un Estado de derecho conduce a la dictadura y a la opresión.
Hay también una clara sed de poder que se disimula con el autoengaño. Orwell escribió en unas notas: “Todo nacionalista es capaz de incurrir en la falsedad más flagrante, pero, al ser consciente de que está al servicio de algo más grande que él mismo, también tiene la certeza inquebrantable de estar en lo cierto”.
Junto al 1984, querría comentar otras dos novelas distópicas. La primera es Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que se publicó en 1932; el año anterior a que Hitler fuera nombrado canciller de Alemania. Aborda el peligro del poder tecnológico que despersonaliza a los seres humanos. Su nombre original es Brave New World, literalmente ‘un magnífico (o espléndido) mundo nuevo’, y está recogido de una obra de teatro de Shakespeare.
La otra es Swastika Night (‘La noche de las esvásticas’), de Murray Constantine, fue publicada en 1937, doce años antes que 1984. No hace mucho, la profesora Daphne Patai descubrió que ese nombre era un pseudónimo de la escritora Katharine Burdekin (1896-1963). Esta ficción nos presenta un mundo repartido entre Alemania y Japón, siete siglos después de la victoria en una guerra mundial que, en el momento de aparecer el libro, aún le faltaban dos años para estallar con la invasión nazi de Polonia. En esta obra, el mundo estaba dominado por la irracionalidad, la superstición, la misoginia y la inmadurez emocional. Se podía prever aquella pesadilla que realmente sucedió. ¿Se pudo impedir su materialización? Creo que sí, y que hubo mil omisiones y concesiones, tanto individuales como colectivas, que llevaron a hacer posible aquella explosión de brutal salvajismo.