España es la innombrable, lo han conseguido. Cuando el presentador extiende su brazo e indica que en esa zona del Estado hay riesgo de chubascos no sabe la tontería que dice pero ejerce su labor de adoctrinamiento. Hasta los ‘progres’ de Madrid te dicen Estado, creyendo que te hacen un favor.
Es verdad que hubo en su día diferencia entre decir España y decir República. Y que el nombre de España se unió a la reacción conservadora que truncó la II República. Es cierto que fueron demasiados años de España por obligación, pero ya hace más de treinta que no. Por lo que resulta insoportable, miserable y esperpéntico ver y celebrar la victoria de la selección española en la intimidad. Como aquel anuncio de una pomada que una señora con faz de dolor recomendaba para las almorranas.
Tengo que reconocer que en la populosa y pequeño burguesa zona donde vivo las calles estaban solitarias y los bares cerrados, actitud muy prudente de sus dueños para evitarse líos. El silencio se podía cortar con un cuchillo. Sólo alguna silla al caer y golpear el suelo trasladaba, junto algunos medrosos murmullos, a través de los tabiques de los pisos cercanos, la emoción que se estaba viviendo. Ver en esa situación un vibrante partido de fútbol es como para provocar una maligna enfermedad mental, incubada sin duda por la enferma sociedad que padecemos, correctísima en lo político ante el terror que padece y que inconscientemente ha asumido.
España es la innombrable, lo han conseguido. Cuando el presentador extiende su brazo e indica que en esa zona del Estado hay riesgo de chubascos no sabe la tontería que dice pero ejerce su labor de adoctrinamiento. Hasta los progres de Madrid te dicen Estado, creyendo que te hacen un favor, cuando tú has querido ir allí a la búsqueda del último atisbo de la España republicana. España es pecado, suciedad, indignidad, opresión, lo que se quiera, como cantan los niños en un preescolar cercano: “rojo y amarillo, cagada de chiquillo”. Estado y España no es lo mismo.
Ni la caricatura más cómica, cruel o esperpéntica podía transmitir la tensión opresiva que padecía cuando veía el partido contra Alemania. Ni los nazis iban a derribar la puerta, pues ni soy judío y fueron ya vencidos, ni tampoco debiera ser causa de ello. Ni había que esperar con tensión escuchar en la BBC, bajito, bajito, los versos de Baudelaire que anuncian el desembarco aliado, lo que obligaría a sacar los hierros del escondite y cantar lo de «sortez de la paille les fusils, la mitraille, les grenades…» ascendiendo con valor al monte, tampoco es eso. Es sólo un partido de fútbol, que lo juegan chavales que hablan como yo el mismo idioma -digan lo que digan las autoridades del euskera-, les gusta la misma comida que a mí, y probablemente tengan, salvando los años, gustos parecidos a los míos. Es, simplemente, el partido de fútbol de los paisanos.
Perdonen que les traslade mis sentimientos, no es una situación kafkiana tomada de una de sus novelas, es rebeldía, uno no tiene solución. Por qué nos tuvieron que transformar la opresión irrespirable de la España reaccionaria, religiosa, militarista, conservadora, chauvinista e intolerante, a la del terruño reconvertido miméticamente de aquella en nación, conservador, religioso, chauvinista, intolerante, militarista y, para colmo, correcto, pues se cree a la altura de los tiempos, cuando no es más que lo mismo que creímos enterrar con el Caudillo. ¿Por qué?
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 8/7/2008