La inocencia, el odio y la indolencia

ABC 29/12/12
FRANCISCO ALMENDROS ALFAMBRA, General de la Guardia Civil

«Nuestro país ha perdido el pulso que tuvo; nuestro sistema se ha degradado, ha cedido ante el terror, y la sociedad es presa de la comodidad y la apatía moral. Por eso las víctimas molestan»

POR estas fechas, próximas a la Navidad, se cumplen veinticinco años del terrible atentado a la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza. Aquel día se desató el infierno sobre los guardias civiles y sus familias. Y, entre el fuego, el humo y los escombros, los que pudieron sobrevivir recogieron, entre rabia y llanto, los cadáveres mutilados de once españoles inocentes que se empezaban a preparar como cada mañana para afrontar un nuevo día. Unos entrarían de servicio, quizás a regular el tráfico, o a auxiliar a alguien en apuros o a mantener el orden que les está confiado. Otras irían a trabajar o a hacer la compra o a ir preparando los regalos o a poner la casa especialmente acogedora para la Navidad. Otros, los más pequeños, para ir al cole o a la guardería o al Instituto, pues uno de los inocentes ya tenía diecisiete años, quizás un guardia civil en ciernes. Otros dos no podrían hacer nada de esto, sencillamente porque aún estaban en el vientre de sus madres. Once inocentes y otros dos más inocentes todavía, aunque a estos dos últimos nadie los cuenta al dar el número de fallecidos.

Pero aquel infierno no se desató solo, ni lo originó un cataclismo o una fuerza salvaje de la naturaleza. Fue una mano, también salvaje, pero inteligente, guiada por un odio ciego. Una mano que eligió el lugar, una fecha significada, el modo brutal de atentado y las víctimas deseadas. Una mano que, por cierto, al cabo de tantos años todavía goza de libertad. Dicen que murieron por la democracia. Cuesta creer que alguno de ellos se planteara tal cuestión. Murieron porque les mataron, porque vivían en un cuartelillo y eran sin saberlo, excepto los tres guardias civiles que conocían el riesgo de vestir el uniforme, la pacífica e inocente tropa de primera línea de un ejército enemigo. Y ese ejército enemigo, la sociedad española, parece haberse desentendido un poco de su vanguardia sacrificada. Hay quien lo ha olvidado, sin más. Otros piensan, y así lo manifiestan, que ya va siendo hora de olvidar porque el recuerdo vivo y su consecuencia pueden dificultar la convivencia. Se entiende, claro, la convivencia con los asesinos, sus simpatizantes y sus interesados palmeros, pues no hay problema alguno para convivir entre los que repudiamos tal barbarie. Pero hay otros que no olvidamos, que recordamos día a día a los asesinados de Zaragoza y a los de tantos otros sitios de esta España ensangrentada durante cuarenta años por la plaga homicida que aún sigue en disposición de matar. Y creemos que no está permitido el olvido porque, deliberado o no, además de inmoral y abyecto, es suicida. Es saludable hacer con frecuencia ejercicios de memoria y recordar su número, la forma en que les arrebataron la vida, las fotos de sus cuerpos destrozados, sus caras, su dolor y el dolor de sus familias. No es nada morboso sino el mínimo tributo que les debemos, porque si ellos no pudieron saber por qué morían, bien que se ha nutrido de su sangre esta democracia nuestra que, en su interminable siesta, nos va matando de paz. Y, quizás es casualidad, pero esta democracia se debilita al mismo tiempo que se diluye su recuerdo en la indolente memoria colectiva, al mismo tiempo que se difuminan las fronteras entre el bien y el mal. Primero fue la comprensión en determinados sectores hacia unos chicos idealistas pero desproporcionados, luego porque sacudían el árbol cuyas nueces recogerían otros, después que la violencia era una forma de hacer política, asistimos luego a la negociación con documento gráfico incluido y nos encontramos ya con sus mentores sentados en las Instituciones del Estado y los asesinos enfermos en sus casas. Y los más de ochocientos muertos, ¿qué? ¿Para qué han servido tanta sangre y tanto dolor? Podían haberles dado lo que pedían desde el principio y nos habríamos ahorrado tanto sufrimiento. ¿Por qué antes no y ahora sí? Porque a lo largo de todos esos muertos nuestro país ha perdido el pulso que tuvo, nuestro sistema se ha degradado, ha cedido ante el terror y la sociedad es presa de la comodidad y la apatía moral. Por eso se quiere olvidar a los muertos y sus deudos; las víctimas, molestan.

Pero necesitamos recordarlos para desengancharnos de esa letal y dulce droga, la indolencia. No es ya por ellos, es por nosotros mismos. Feliz Navidad.