José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Es verdad que en el PP necesitan a Vox, pero lo es mucho más que los ultras necesitan a los conservadores. Y si se les ocurre votar contra la investidura de Moreno, acabarán como Csr 

Escuchando algunos cortes de la intervención de Giorgia Meloni en el mitin de Vox el pasado domingo en Marbella, es fácil llegar a la conclusión de que su fuerza política, Fratelli d’Italia, y su corresponsal en España, Vox, redundan con sus discursos y arengas en lugares comunes y tópicos extraídos de un integrismo ahistórico. 

Su mirada retrospectiva, siempre fija en un pasado mejor que el presente y superior, sin duda, a un ignoto futuro, delata la pereza mental de unos políticos que buscan el voto mediante mecanismos reactivos, fomentando una emotividad viciada por el temor, el egoísmo y una suerte de ‘supremacismo’ cultural y nacional que la contemporaneidad no autoriza a formular con algún éxito.

Intelectualmente, estos partidos ultra son levísimos, pero, en la misma medida, peligrosos. Porque rompen convenciones de convivencia —a su modo, la izquierda extrema practica el mismo arrasamiento—, eluden el compromiso de la solidaridad, que es el rasgo aspiracional más humano de las colectividades contemporáneas, y ofrecen unas políticas defensivas en las que la agresión verbal sustituye a la persuasión porque descreen de la moderación y la composición de intereses y principios, de los que solo unos pocos deben ser inalterables y sustraídos a cualquier negociación. 

Y cuando se introduce la confesionalidad de las cruzadas medievales —»la universalidad de la Cruz», gritó Meloni—, la pérdida de cualquier freno de respeto a la pluralidad ideológica provoca un auténtico escalofrío. Ese discurso de la lideresa neofascista italiana ha roto la campaña de Vox, la ha distorsionado por completo y cabe sospechar que ha sido un recurso desesperado por recuperar a una candidata —Macarena Olona— que nunca debió aceptar la competición andaluza.

Después de las excentricidades de la aspirante de Vox a la Junta de Andalucía, añadidas al mitin de la italiana y la obsesión de Abascal por pisar moqueta de poder en San Telmo, parece bastante claro que, además de deseable, es probable que el partido ultra pinche el próximo domingo y se abra así una nueva etapa para el moderantismo de Feijóo, que en Andalucía representa Juan Manuel Moreno Bonilla.

El reconocimiento facial de un partido como el PP solo se produce cuando singulariza dos rasgos: la templanza ideológica (que no es fragilidad ni debilidad) y la capacidad gestora. Vox no ofrece ni la una ni la otra. Oferta visceralidad y una guerra cultural que una sociedad como la española digiere con pesadez. La historia hace pagar a los pueblos peajes en tiempo diferido. 

Vox oferta visceralidad y una guerra cultural que una sociedad como la española digiere con pesadez. La historia hace pagar peajes en diferido 

Por eso, la estrategia del actual presidente andaluz es la adecuada: no entrar al trapo; tranquilidad; lenguaje sin más aristas de las precisas; capacidad de integración de los diferentes, y una gestión en la que, al menos en parte, pueda reconocerse una mayoría. Y optimización de los errores ajenos. 

Vox, con sus buenos resultados en las generales de abril y noviembre de 2019 (24 y 52 diputados, respectivamente), tras su presencia en varios parlamentos autonómicos (Madrid, Murcia, Andalucía) y después de su ‘institucionalización’ como partido de gobierno en Castilla y León (ostenta la vicepresidencia y tres consejerías), debió reorientarse por completo mullendo sus propuestas más regresivas y poniendo en positivo algunas otras que tendrían sentido de estar correctamente formuladas. No solo no lo ha hecho, sino que ha optado por lo contrario.

La dirección de Vox aspiraba a situarse el próximo domingo entre los 22 y los 25 escaños en el Parlamento andaluz. Es muy improbable que consiga ese registro tanto en la zona alta como en la baja. Estará por debajo de la veintena de parlamentarios y, seguramente, sin posibilidad de condicionar, como dicen, al PP, aunque Moreno no obtenga mayoría absoluta. Porque aquí hay que deshacer un entuerto: es verdad que los populares necesitan a Vox, pero lo es mucho más que los ultras necesitan a los conservadores. Y si se les ocurre votar contra la investidura del candidato Moreno Bonilla, acabarán como Ciudadanos. 

Con este Vox apadrinado por la histeria argumentativa de Meloni y las excentricidades de Olona, el PP no puede y no debe apoyarse en los de Abascal, salvo que estos acepten planteamientos sensatos, nunca en el Gobierno de la Junta, sino en el simple plano de la gobernabilidad. Porque no resistirse a Vox en Andalucía —después de la facilidad con que cedió Fernández Mañueco en Valladolid— enajenaría activos importantes de su identidad e imagen de cara a unos comicios generales.

Cierto es que no funcionan —lo ha subrayado Teresa Rodríguez, lideresa de Adelante Andalucía— los cordones sanitarios, y cierto era que el temor tampoco parecía constituir un reclamo para las opciones adversarias a Vox. Pero es que ha sido el partido de Abascal el que se ha encargado de traer a Meloni para reverdecer un rol amedrentador que quizás en Vox creyeron superado. La presencia de la italiana ha sido un patinazo que se solapa con el de la candidatura de Olona. La resultante de la ecuación es que aparece como probable que Vox quede por debajo de sus iniciales expectativas y lo que iba a ser un punto de inflexión ascendente acabe siendo descendente. 

La ansiedad por una derecha democrática, laica, abierta y versátil, sin acompañamientos radicales, es una aspiración sentida por millones de españoles. Y es que este país no quiere ni caudillos, ni hombres providenciales, ni cirujanos de hierro, ni narcisistas, ni aventureros. Ni de izquierda ni de derecha.