Cristian Campos-El Español
Existe una regla no escrita de la historia que dice que las civilizaciones caen a manos de los bárbaros y los bárbaros, a manos de las civilizaciones. No siempre es fácil saber a cuál de los dos grupos pertenece tu nación.
Si una horda de hombres de armas, de colonos, de funcionarios o de comerciantes cruza la frontera de tu país y amenaza con apropiarse de él, no los mires a ellos. Mírate a ti mismo, pregúntate qué eres y deduce, por descarte, si vas a ser civilizado o embrutecido.
«Existen diferentes maneras de sentirse español», dicen los que han sentado a los peores de los españoles en el Consejo de Ministros o en mesas de diálogo y les han concedido mando en plaza para dictar cómo será en el futuro ese país al que aborrecen.
En algo tienen razón. Existen diferentes formas de sentirse español. La de los civilizados y la de los bárbaros. Considerar a los segundos como elemento digno de integración es sólo una de las burdas trampas conceptuales, puramente sentimentales y relativistas, es decir populistas, que nos han conducido hasta aquí.
Hasta en los momentos más oscuros de la historia de España los españoles al frente del resto han tenido una visión. La visión podía ser brillante, buena, mediocre, mala o criminal. Podía arrastrar a más o menos españoles. Pero la visión existía. ¡Hasta el Frente Popular tenía una visión de España, aunque fuera la de un campo de concentración!
Pero cuando sólo los bárbaros tienen una visión de país es que la nación ha empezado a entonar su canto del cisne. Es lo que ocurre ahora.
Es fácil adivinar cuál es la España que tiene en mente Podemos, que es la misma que la de Bildu o la CUP. Está también claro cuál es la de ERC, JxCAT y PNV.
Pero es imposible saber cuál es la de Ciudadanos y PP más allá de unos programas electorales que en el mejor de los casos son táctica, no estrategia.
En realidad, comprendo el desconcierto del centro y el centroderecha español. La enfermedad que aqueja a los españoles no es muy diferente de la que aqueja a unos ciudadanos europeos que no sólo han dejado de creer en Europa, sino que han dejado de creer en su civilización para pasar a creer en la barbarie de sus enemigos.
El caso peculiar, sin embargo, es el del PSOE. Un PSOE que, a falta de visión propia, ha decidido que este país sea algo que integre las visiones de aquellos que aborrecen todo lo que ha sido, es o podría llegar a ser España.
Pretende, además, hacerlo con tolerancia, empatía y diálogo. Ideas con resonancias angelicales y mucho tirón en las redes sociales, pero sobre las que no se ha construido jamás una sola sociedad que no se haya desmoronado al simple contacto con la barbarie.
La integración de la desintegración como proyecto político no es más que la versión castiza de ese cansancio de civilización tan habitual en las sociedades más prósperas del planeta. Tampoco a la hora de suicidarnos hemos resultado ser los españoles diferentes al resto de los europeos.
El PSOE presupone que es posible construir un país con más derechos, más bienestar y más riqueza destruyendo la fuente de esos derechos, de ese bienestar y de esa riqueza: el pacto entre españoles del 78.
Es un error paralelo al de esos gobiernos europeos que pretenden construir un continente multicultural de derechos para todos pulverizando las raíces cristianas en las que se basan esos derechos para todos.
Obviamente, fracasarán con estrépito y verán sus preciados derechos, más cristianos que ilustrados, siendo laminados por un nuevo sistema de creencias más joven, más vigoroso y más bárbaro. Al tiempo.
Lo mismo ocurre en España. El PSOE vende la metáfora de un coche que, después de algunos años de uso, debe renovar varios de sus componentes para seguir funcionando como el primer día.
En realidad, lo que está diciendo es que sólo desguazando el coche y repartiendo sus piezas entre los bárbaros que reclaman su propiedad podremos seguir viajando a bordo como si no hubiera ocurrido nada.
La idea se explica sola. De momento, el PSOE ya le ha regalado el volante a la Unión Europea, las ruedas a los nacionalistas catalanes, el motor a los nacionalistas vascos y los frenos a Podemos. Es probable que se lleve una sorpresa cuando intente arrancarlo tras la crisis que se avecina.