Arcadi espada-El Mundo
Estaba donde Ana Rosa el miércoles, cuando se dio a conocer la correspondencia íntima de Carles Puigdemont. Había un gran ambiente. Aquel suele ser un lugar de opiniones y no hay alcohol como el de los hechos. La tarde anterior el reportero Luis Navarro, centinela habitual de tantas guardias periodísticas anodinas y frías, y el cámara Fernando Hernández obtuvieron unas imágenes del teléfono móvil del prófugo Antoni Comín. Los reporteros estaban en Lovaina, porque Puigdemont tenía previsto asistir allí a un acto al que finalmente no acudió. Comín iba a sustituirle. Mientras esperaba el turno de su intervención trasteaba con el teléfono. Detrás los reporteros hacían lo que podían con su aburrimiento. Hasta que de pronto Navarro se fijó en la pantalla del móvil del prófugo y leyó el nombre del corresponsal con el que estaba en línea. Carles. De inmediato le pidió al cámara que tomara discretamente algunos planos del teléfono. El gesto del reportero. Dice Egon Erwin Kisch en Nada es más asombroso que la verdad: «La labor del reportero es, en esencia, la más honesta, la más objetiva y la más importante. (…) Podrá exagerar, divulgar noticias de dudosa credibilidad, pero siempre depende del hecho en sí, de la objetividad. La base de toda noticia, incluso de la más insignificante, es siempre una patrulla militar, un sendero, una conversación o una llamada telefónica». En efecto: una patrulla, un sendero, una conversación. Cuando regresaron al hotel y ampliaron el plano del teléfono Navarro y Hernández constataron que tenían en sus manos una conversación. Una importante conversación privada sobre la vida pública.
Entre las nueve y la diez de la mañana, cada cinco minutos, Ana Rosa prometía a los espectadores que pronto iban a conocer la gran noticia sobre el proceso. Incluso la noticia que iba a acabar con el Proceso. Yo estaba incómodo. Temía la hinchazón. No tenía una idea precisa de lo que iban a contar y para colmo a cada momento alguien preguntaba en mi teléfono qué era lo que íbamos a contar. Paolo Vasile había bajado al plató, lo que no era en absoluto habitual. La orgía opinativa no suele requerir su presencia, pero el hecho que se avecinaba exigía todas las garantías. Fui sabiendo que entre sus exigencias estaba la de que se comprobara si el teléfono de Carles era, realmente, el de Puigdemont. Me pareció una irrupción esperanzadora, porque es obligación del ojo del amo engordar el negocio y porque su personado interés indicaba que se trataba de una gran noticia. Poco después de la diez de la mañana Vasile levantó el pulgar y la joven Ana Rosa –las noticias verdaderas rejuvenecen– hacía público que Puigdemont se daba por vencido en su conversación con Comín. Más o menos a la misma hora, en una grabación de vídeo que distribuyó por las redes, decía lo contrario: que el Proceso seguía vivo y que la gente debía resistir. O sea que los dos reporteros habían conseguido una gran noticia.
Pasadas unas horas Puigdemont reconoció la veracidad de sus mensajes atribuyéndolos a un momento de debilidad. Y criticó su grabación y difusión, porque recordando que era periodista dijo que siempre había tenido claro que la intimidad era un límite ético de su trabajo. Me pareció humorístico que el improbable periodista Puigdemont, o cualquiera de los improbables periodistas que siguen su estelada en Cataluña, asegurara que habría renunciado a la publicación de unas conversaciones privadas donde, pongamos, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría dijera, pongamos, que el Estado iba perdiendo en su lucha contra los independentistas. Era un hecho que Puigdemont había escrito sobre su derrota y dos reporteros habían tenido la fortuna de descubrirlo. Un periódico de ayer podría haberse limitado a escribir a cuatro columnas: Puigdemont confiesa a sus íntimos que está acabado y guardaría para sí las pruebas del titular. Pero el periodismo espectáculo se ve obligado a la exhibición de los higadillos. Y a petardear siempre: «¡Tenemos las pruebas!»
La discusión profesional acaba aquí. Ni siquiera es preciso invocar con la pomposidad de costumbre el interés público en defensa de la difusión de las noticias. El interés público no existe. El Tribunal Constitucional ha desarrollado cierta jurisprudencia a partir del artículo 20 de la Constitución, que enfrenta el derecho al honor, a la intimidad y asimilados con el derecho a la libertad de expresión. Pero esa jurisprudencia no impide que los jueces tomen decisiones contradictorias respecto a hechos similares. Existe el interés, y la moral, de unos periodistas concretos y de unas empresas concretas. Pero el interés público no está descrito en parte alguna. Y, en consecuencia, es difícil llegar a un consenso, más allá del maleable sentido común, sobre lo que su invocación protege. Yo creo que los mensajes de Puigdemont tienen interés —no jugaba al Candy Crush—, e hicieron bien nuestros reporteros en violar la intimidad de Comín.
Por el contrario no habría publicado que Carmen Forcadell abrazó a una funcionaria e invocó gimoteante su condición de abuela para no ir a la cárcel. Primero, porque no es cierto. Cuando la señora Forcadell expuso ante el juez Llarena su situación personal, obligada como cualquier imputado en el trámite cautelar a demostrar su arraigo y la improbabilidad de su fuga, aludió a su condición de abuela. Horas después, y cuando ya sabía que iba a quedar en libertad aunque tendría que pasar una noche en la cárcel por los trámites de la fianza, un amable y compasivo policía trataba de consolarla diciéndole que solo era una noche. Fue en ese momento de despedidas, de vacío emocional tras unas horas muy tensas, cuando la señora Forcadell agradeció su delicadeza al policía, abrazándole. Así que hubo abuela, hubo cárcel y hubo abrazo. Pero la mentira es, frecuentemente, la suma falsa de sumandos verdaderos. Imaginemos, sin embargo, que el relato de la gimoteante dignidad perdida fuera cierto. Tampoco lo publicaría. Para un mal tío como yo sería excitante vestir de lacrimosa cobardica a una ínclita nacionalista. Y ya no digamos contribuir a la leyenda de pesebre que hace de los catalanes una banda de cagones, argentinismo. ¿Pero cuál sería el sentido de meterse ahí, en la turbia intimidad de un imputado y su juez, el sentido de decir: «Se meó»? ¿No convendría, para que esa intimidad reclamara mi interés, que Forcadell hubiera proclamado tras salir de la cárcel, pasionaria, que jamás desfalleció y que su ánimo aguantó intacto a los carceleros? ¿No sería imprescindible un resquicio, al menos, de doble moral y que su exhibición procurara higiénicas consecuencias públicas? Por que si no, ¿qué noticia es que una abuela se acuerde y hasta llore por su nieto, o que trate incluso de conmover al juez con una sobreactuada exhibición de dolor? Qué noticia, qué sentido, míralo ahora desde el otro lado, ¡si puedes!, aconsejan exhibir las cartas añorantes que el preso Oriol Junqueras escribe a su esposa y a sus hijos? Sentimentalizar la política, por el derecho o por el revés, es siempre una putrefacción.
Y hasta es probable, aunque no estoy seguro, que la denuncia de la doble moral no legitime siempre la exhibición de la intimidad de un político. Es probable que, a pesar de la urgencia y la legitimidad de destruirle, haya un reducto mínimo donde ni siquiera esa denuncia deba penetrar. Es probable que ese núcleo blindado sea lo que llamamos libertad y su invasión lo que llamamos tiranía. O para decírtelo con la imagen básica y perentoria: es probable que puedas colgar a Mussolini, pero no deberías escupir sobre su cadáver.
Y sigue ciega tu camino
A.