PABLO POMBO-EL CONFIDENCIAL
- La izquierda ha renunciado al progreso y está a punto de tirar por la borda la próxima década entera porque no es capaz de imaginar, pensar y proyectar el país que hace falta
La democracia existe para que el azar y el capricho no sean las únicas fuerzas que condicionen los destinos individuales y colectivos. La persecución del bien común es el punto de partida del progreso. El resto es pedalear por la ruta más recta. Pedalear con fuerza y con atención a lo imprevisto. Al peligro.
Quizá por eso, lo que ocurra con los ‘millennials’ de aquí a 2030 terminará sirviendo para medir con precisión el avance o la pérdida para el país
La década que estamos a punto de estrenar viene repleta de obstáculos para esta generación. No es la primera vez, eso es cierto. La que estamos terminando ya les dejó en una situación de precariedad laboral y de inseguridad vital. Quizá por eso, lo que ocurra con los ‘millennials’ de aquí a 2030 terminará sirviendo para medir con precisión el avance o la pérdida para el conjunto del país.
Será difícil que el progreso llegue a los jóvenes. Difícil porque sencilla y tristemente la izquierda española ha dejado de ser progresista. Los herederos del PSOE y del PCE ya no ofrecen a los españoles una promesa de país. Y eso es imperdonable porque la mayor de las derrotas que pueden darse en el campo de la memoria histórica es el abandono del futuro.
Desde 2014 en la izquierda solo hemos visto dos planes. Uno es el plan de Iglesias que busca el desmontaje del régimen constitucional
Lo que diferencia a un conservador de un progresista es que el segundo necesita un proyecto, un plano sobre el que levantar su acción política. Conceptos, prioridades, objetivos, indicadores. El método es lo que distingue a los socialdemócratas. Y también lo que define las distintas etapas de la socialdemocracia española. Primero el proyecto de Felipe González articulado en torno a tres grandes ejes —bienestar, modernidad y Europa—. Segundo, el proyecto de Zapatero a partir de un concepto central —la lucha contra la dominación—. Y, finalmente, el proyecto de Rubalcaba orientado a la actualización de los grandes pactos y el impulso de las grandes reformas. Después no ha habido más.
Desde 2014 en la izquierda solo hemos visto planes. Básicamente dos. El plan de Iglesias que busca el desmontaje del régimen constitucional. Y el de Sánchez, más plástico, que consiste en dar por bueno cualquier plan que le permita estar dentro del recinto del poder.
Los dos encajan tanto que cuesta distinguir quien está ejerciendo la función de instrumento del otro. Un error, por cierto, bastante frecuente entre los tertulianos que suelen blanquear a Sánchez cargando las tintas contra Iglesias, como si uno y otro no se necesitasen mutuamente. Y como se necesitan, se retroalimentan.
Hagamos un ejercicio sencillo para demostrarlo y de paso anticiparnos a lo que viene
¿Qué ocurre cuando desaparece en la izquierda el concepto de proyecto? Pasa lo que está pasando ahora, que se cierra la posibilidad de avance para el bien común. Se diluye. Hagamos un ejercicio sencillo para demostrarlo y de paso anticiparnos a lo que viene. Pongamos sobre una línea de tiempo todo lo que nos está diciendo Iglesias que debe hacerse en nuestro país. Hagamos que cristalice y levantemos el telón…
Bienvenidas y bienvenidos a la confederación de repúblicas de España de 2030, donde la vieja democracia representativa ha sido sustituida por la nueva democracia plebiscitaria. Un régimen en el que la toga de los jueces está pintada con el color de los partidos políticos que los designan. No el imperio de la ley, sino el de la arbitrariedad. La impunidad.
Bienvenidas y bienvenidos a una vida pública en la que la derecha está excluida, a una economía que ya no es de libre mercado sino intervenida por el estado, a una sociedad en la que la cultura del mérito ha sido reemplazada por la explotación de la cultura de la pobreza, esto es, por el clientelismo. Un sistema de partidos en el que la diferencia no es el campo del debate público sino el motor de la polarización. Una economía en la que el poder político puede alterar la competición.
No buscan mejorar las cosas sino poder decir que tenían razón, que lo suyo podía llevarse a cabo. La autoreferencialidad al precio que sea
Bienvenidas y bienvenidos a una ciudadanía en la que los derechos ya no son individuales porque pertenecen al colectivo, a una libertad de expresión que no es personal porque tiene al pueblo como dueño y al gobierno como único intérprete posible del pueblo. Una sociedad en la que el sometimiento al poder político, a la obediencia ciega al partido, genera más réditos y menos problemas que el ejercicio de la libertad y del pensamiento crítico.
En esencia, ese es el programa de máximos de Pablo Iglesias. Olvidemos los posibles obstáculos. Y demos por hecho que esta es la España de 2030, que Sánchez ha estado diez años dándole hilo a esa cometa y el plan de Iglesias se ha instalado en la realidad hasta sus últimas consecuencias… ¿De qué habrá servido? ¿A quién habrá sido útil? ¿Habrá mejorado la vida de los ‘riders’ que estábamos mirando hace apenas unos minutos?
Utilizar a la sociedad como campo de experimentación y a los españoles como cobayas, ejecutar esa operación masiva de ingeniería social, solo le habrá servido para que Iglesias pueda cantar victoria en primera persona del singular. Ese es el problema de todos los doctrinarios: no buscan mejorar las cosas sino poder decir que tenían razón, que lo suyo podía llevarse a cabo. La autoreferencialidad al precio que sea.
La izquierda de nuestro país ha renunciado al progreso y está a punto de tirar por la borda la próxima década entera porque no es capaz de imaginar, pensar y proyectar el país que hace falta para dentro de diez años.
La banalidad de Sánchez, —cuyo plan empieza y termina en la conservación del poder—, y el dogmatismo de Iglesias —cuya visión finaliza en la instalación de su doctrina—, han dejado a la izquierda huérfana de sustancia y de potencia. Si quisiesen a España tanto como se quieren a sí mismos, habría más motivo para tener esperanza en el futuro. Sin embargo, es lo que hay. Después de una década perdida, con doble crisis y cero reformas, entramos en otra —que todavía es más exigente— sin tener abierto el camino del progreso.