Ignacio Varela-El Confidencial
Solo se garantiza un Gobierno estable y productivo mediante un acuerdo de colaboración política entre el Partido Socialista y al menos uno de los dos partidos de la derecha constitucional
La izquierda se ha puesto de luto, de luto porque cree haber perdido una gran oportunidad. Ahí es nada: casi 100 años después de la escisión de 1921, el reencuentro de todas sus almas históricas nada menos que en el Gobierno de España. Pablo Iglesias (el de verdad) y Pasionaria contemplando, desde sus tumbas en el Cementerio Civil, la boda de sus cachorros, con los herederos de Macià, Companys y Julen Madariaga como corte de honor (¿o de horror?).
Por eso repasan obsesivamente todos los detalles de una semana enloquecida que terminó en siniestro total. Buscan culpables, se afanan por recuperar el hilo extraviado, se amontonan los lamentos y los reproches. Todo menos reconocer que les habían contado un cuento y que la supuesta oportunidad histórica era un espejismo o el preludio de una pesadilla.
El Gobierno de coalición que estuvo a punto de nacer no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir establemente durante una legislatura
Aparentemente, el Gobierno de coalición se quedó a un milímetro, el de las políticas activas de empleo que Zapatero susurró a Iglesias en el último segundo antes del deceso. En realidad, ese milímetro esconde un foso kilométrico y abismal. El principio de realidad, esa maldición.
Todos los movimientos de Iglesias respondieron desde el inicio al designio estratégico de hacerse con una porción del Ejecutivo, explotar propagandísticamente la conquista y esperar al peor momento posible para escenificar una ruptura estentórea que quiebre la columna vertebral al PSOE. Al sentar a Podemos en el Consejo de Ministros, Sánchez entregaría a Iglesias mucho más que un puñado de ministerios; le entregaría la llave de la legislatura.
Ese era, por tanto, un Gobierno condenado al abandono de sus compañeros de viaje a corto plazo y a la implosión de sus componentes más tarde. La verdad que ninguno de ellos admitirá es que en este Parlamento no es viable un Gobierno de la izquierda que garantice la estabilidad, su propia cohesión interna y el cumplimiento eficaz de sus objetivos programáticos.
Solo la ‘sobradez’ de Iglesias salvó al socialista sobre la campana y le permitió replegarse a su posición inicial
Sánchez siempre lo supo, aunque se lo ocultó al electorado. Por eso arrastró los pies durante tres meses, intentó reventar la negociación con una agresión pública a Iglesias y, tras perder el control del proceso, negoció el Gobierno de coalición como quien se dirige al cadalso. Solo la ‘sobradez’ de Iglesias salvó al socialista sobre la campana y le permitió replegarse a su posición inicial.
Pero sucede que la posición inicial de Sánchez tampoco es útil para la gobernanza. Solo alguien como él puede convivir con la idea disparatada de salir elegido con 124 votos positivos y casi 200 abstenciones. Ciertamente, Podemos aún está a tiempo de imitar lo que Ciudadanos hizo con Rajoy en 2016: prestar sus votos para la investidura y, a continuación, dejar al Gobierno abandonado a su suerte para asfixiarlo lentamente. La posición de Sánchez sería tan precaria como la que tuvo Rajoy durante dos años.
Sánchez ha ensayado dos planes: su preferido, que es gobernar en solitario, y el mal menor, que es gobernar con Podemos. El primero garantiza la parálisis del país. El segundo, la inestabilidad institucional, la tierra quemada en la relación con la oposición, el recelo internacional y una pelotera final.
¿Significa eso que es inevitable la repetición de las elecciones? Tal cosa solo puede sostenerse desde la lógica funesta de la brecha, el sectarismo cerril implantado por la peor generación de dirigentes que ha conocido nuestra democracia. España quedará bloqueada por la negativa de todos a admitir que, en esta coyuntura, solo se garantiza un Gobierno estable y productivo mediante un acuerdo de colaboración política entre el Partido Socialista y al menos uno de los dos partidos de la derecha constitucional.
Eso es lo que indican los números (el PSOE sumaría 180 con Ciudadanos y 189 con el PP). Es lo que sugiere la lógica parlamentaria e institucional. Lo que tranquilizaría definitivamente a la Unión Europea respecto a España. Lo que restablecería el consenso en el espacio constitucional. Lo que libraría al Gobierno de España de soportar el chantaje de los nacionalismos. Y lo que abriría un sendero transitable para las reformas sustanciales (incluida la de la Constitución). Pese a todo, es el único escenario que nadie contempla. La España insólita y cainita ha vuelto. Esta vez la han traído —¡ay!— los dirigentes de los presuntos partidos de la centralidad.
Sánchez intentó gobernar desde su solitaria minoría y se comprobó que quizá le funcione a su persona, pero no al país. Ha ensayado un Gobierno con Podemos y ha fracasado. Solo le falta hacer lo natural, que es presentar una propuesta seria de colaboración a la derecha de la Cámara para una fórmula a la alemana o para un Gobierno de centro-izquierda, y en ambos dispondría de mayoría absoluta holgada.
Este presidente tiene que dejar de confundir su proyecto personal de poder con el interés del país. La experiencia demuestra que pasar la investidura no es gobernar. Tiene que parar de engañar a todos todo el tiempo. Y tiene que asumir de una vez que su voluntad no es omnímoda y que ganar unas elecciones comporta derechos, pero también responsabilidades y obligaciones. Él viene abusando de los primeros e ignorando las segundas.
Rivera tiene que abandonar su histriónico tremendismo y volver a comportarse como el político moderado, adulto y serio que un día pareció ser. Resulta patético ver al pretendido líder del liberalismo reformista travestido en jabalí populista de la derecha ultramontana o en el Lerroux del siglo XXI.
La experiencia demuestra que pasar la investidura no es gobernar. Tiene que parar de engañar a todos todo el tiempo
Pablo Casado quizá deba habituarse a la idea de que, con 66 diputados, la mejor vía para que el PP vuelva a ser una opción de gobierno respetable es contribuir sensatamente a la estabilidad del sistema y del país. Eso no pasa por abstenciones gratuitas como la que le reclama Sánchez, sino por una actitud proactiva y exigente ligada a compromisos concretos.
Y sí, quizá los nostálgicos del Frente Popular tengan motivos para ponerse de luto. Pero no por la oportunidad perdida, sino por la que les vendieron con falsedades. Esa utopía que, en realidad, era y sigue siendo una distopía.