MANUEL MONTERO, EL CORREO – 25/08/14
· Los partidos que se dicen a ese lado se identifican como la democracia verdadera, incurriendo en el monopolio y el vaciado ideológico.
Las encuestas aseguran que en España la ciudadanía se percibe más bien a la izquierda, por lo que es verosímil que quienes se ven en tal lugar de la escala entiendan como una injusticia que no les toque gobernar. Sin embargo, hacen todo lo que está en su mano para impedírselo a sí mismos. «Hay que parar a la derecha» viene a ser su leit motiv, pero eso es todo. La visión del ogro en la otra acera como principal argumento favorece la pereza, pues ahorra los esfuerzos de construir una alternativa creíble. El horror por el contrario lleva a idealizar las esencias propias, no a desarrollos políticos.
Los partidos que se dicen a ese lado practican la mitificación de la izquierda como concepto y se adjudican cualquier valor positivo. Se identifican como el progresismo, la democracia verdadera, la sensibilidad social, la honestidad política (también eso), todo ello en grado de monopolio. Tanto autobombo implica un vaciado ideológico. Las jaculatorias, que se repiten –creemos en la solidaridad, queremos diálogos y acuerdos– sustituyen a las elaboraciones programáticas y a las propuestas concretas, no digamos a los compromisos para cuando se llegue al poder.
Reducida la idea de la izquierda a un mito, se impone la creencia de que no hay diferencias ideológicas en su seno, sólo grados de radicalidad en virtud de los pragmatismos (o de que se esté en el Gobierno o fuera). En estas condiciones, se diluyen planteamientos como la socialdemocracia, si aún vale la expresión, sin capacidad de diferenciarse de nociones de evocación asamblearia. Todo parece valer. Se ha visto en las primarias del PSOE. Algunas propuestas eran rupturistas, con difícil encaje en su tradición –las urgencias de reformas constitucionales o el republicanismo como única alternativa–, pero con un perceptible entusiasmo de parte de la militancia. Tuvieron la callada por respuesta, sobre el implícito de que ahora no toca. En el PSOE deben de creer que comparten ideario con Podemos o IU y les indigna que les tengan por flojos.
Los diseños políticos, cada vez más de diseño, quedan sustituidos por expresiones identitarias, en la forma de oratoria compasiva. En vez de propuestas socialmente atractivas, sus discursos buscan demostrar que son más de izquierdas que nadie. Al respecto, no cuenta que el imaginario que manejan sea de otra época. Se basa en una visión bipolar de dos Españas secularmente enfrentadas, grandes burguesías explotadoras frente a sectores proletarios. Subsiste el escenario mental de las grandes tensiones entre el bien y el mal, entre los capitalistas ensoberbecidos y las legiones de jornaleros y asimilados. Es un esquema cómodo, mucho más que los laberintos de la sociedad actual, compleja y no comprensible desde visiones dicotómicas. Nuestras izquierdas se mueven en los estereotipos épicos forjados hace unas cuantas décadas, no en los análisis de lo que tenemos hoy. Quieren resolver los problemas de mediados del XX o antes: van con retraso.
Forman parte de nuestro acervo las expresiones de que fulano o mengano son muy de izquierdas o más de izquierdas. Los concernidos compiten por el superlativo. En la imagen, hay una izquierda suprema, a machamartillo. Su autenticidad no se mide por los programas sino por las actitudes y la radicalidad. Tal izquierdista utópico lo será por proferir expresiones extremistas o de sensiblería social a todo pasto. La competencia feroz por hacerse con el título de izquierdista sin parangón amenaza con estigmatizar la moderación. Como a estos esquemas les repele, abundan las posturas vergonzantes, que sugieren (pero no defienden) la conveniencia de adaptarse a las circunstancias, otra vez será, de momento hasta aquí llegamos.
La izquierda que nos ha tocado en suerte suele considerarse depositaria de las esencias democráticas. Pero no las identifican con el pluralismo o con la expresión de las voluntades generales, sino con la de los grupos populares de sus quimeras a los que atribuyen la autenticidad social. La democracia así entendida no es un sistema de convivencia sino de combate. ¿Una medida política o económica no es del gusto? No se la critica, se la descalifica como antidemocrática.
También queda ideológicamente arrasado el individuo como sujeto político. Le sustituyen colectivos varios, la única referencia de esta izquierda. Pueden siempre las resonancias comunitarias, sea ‘la clase trabajadora’, ‘la gente’, los ‘sectores populares’ o ‘los andaluces y andaluzas’ –y demás gentilicios autonómicos, a los que se atribuye la legitimidad identitaria–, todos ellos sufridores de las políticas ciegas que quieren someterlos. El ciudadano se desvanece, a no ser para las fórmulas encorsetadas de ‘ciudadanos y ciudadanas’ que lo subsumen en un colectivo de víctimas de la derecha.
Las propuestas de la izquierda-mito dan en evanescentes. Por supuesto, no hay nociones nacionales que merezcan tal nombre. Desde la Transición, nuestra izquierda otorgó la autenticidad a los nacionalismos identitarios. Cualquier referencia política a España como nación, siquiera como ámbito de derechos de ciudadanos iguales, queda tachada de tropelía neoconservadora o peor. Resuelve la entelequia soberanista con salidas por la tangente, llamadas a acuerdos imposibles o a apaños del tipo derecho a decidir, algo así como ser y no ser al mismo tiempo.
La trivialidad política y la sustitución de la ideología por palabrería retórica anuncian que tiene para rato la crisis de la izquierda, sobre todo para los socialistas, en caída libre.
MANUEL MONTERO, EL CORREO – 25/08/14